Nuestra vida está llamada a ser una alabanza, a reconocer la grandeza del amor y la misericordia de Dios Padre en todo, tanto en lo agradable como en lo desagradable, a entonar cantos que hablen de su poder y de su gloria, manifestada en cada respiro, en cada persona y en cada circunstancia que nos permite vivir.
La oración de alabanza resulta una herramienta poderosa que Dios nos ha entregado a cada hombre y a cada pueblo para no luchar solo en las propias fuerzas, sino buscar y recibir las fuerzas directamente de Dios y así vencer las angustias, tristezas, odios, adicciones, ruinas, miedos, enfermedades y dificultades que se fabrican consciente o inconscientemente, en el pasado, el presente y que pueden desvirtuar el futuro.
En la oración de alabanza elevamos nuestro espíritu, nuestras manos, voces y danza, conscientes del infinito amor de Dios Padre, “el Padre del cual proceden las cosas y por el cual somos nosotros” (1Co 8, 6). Abrimos nuestra mente y corazón a sus maravillas y Dios mismo va trocando nuestras cárceles en libertad y victoria como les sucedió a Pablo y a Silas que “hacia la media noche entonaban himnos a Dios; los presos les escuchaban y de repente se produjo un terremoto tan fuerte que los mismos cimientos de la cárcel se conmovieron. Al momento quedaron abiertas todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos» (Hch 16, 25-26).
También los Salmos, nos muestran como un corazón libre, agradecido y desinteresado en unión con el Espíritu Santo es sensible a admirar la grandeza y el poder de Dios en sus verdaderas maravillas en la Tierra y en cada hombre.
Finalmente, alabar es una necesidad diaria, para atraer el corazón de Dios, que nos cambia las tristezas en gozo y esperanza, nos restaura y transforma para ser los hijos e hijas que caminan seguros porque tienen su confianza en un padre fiel que vence todo aquello que nos quita la paz.