Desde 1223, cuando San Francisco representó en Greccio el nacimiento de Jesús, se popularizó entre los cristianos la costumbre de construir el pesebre por los días de Navidad.
Hay muchos detalles en un pesebre, pero el centro es siempre la canoa llena de paja, alrededor de la cual se coloca un buey , un asno y algunas ovejas, para recordar que el “buey conoce a su dueño u el asno el pesebre de si amo, pero el pueblo de Israel no sabe discernir” (Is. 1,32; 32,20; Cfr. Hab. 3,2).
No sabemos, a ciencia cierta, cómo era el sitio del nacimiento: ¿Sería quizá una cueva, como en el siglo II lo insinuó san Justino? ¿O una pesebrera? ¿O el comedero de animales, en la posada de Belén, del que dicen que se conservan algunas tablas en Roma? Cualquiera que sea la respuesta, debemos admirar la pobreza del Hijo de Dios. La de hacerse hombre efímero, quien era creador del Cosmo, y la de “no venir al mundo entre oro y plata sino sobre el barro, quien es nuestro Dios y nuestro Rey”.
Desde el siglo iV se alza en Belén una Basílica de cinco naves, en honor del nacimiento de Jesús. Sus muros espesos y sus ventanas diminutas recuerdan una fortaleza amurallada. Sus puertas fueron tapiadas y sólo una quedó en servicio, pero su tamaño fue reducido para que los turcos no penetraran montados a caballo en el recinto sagrado. En una cripta de esta Basílica, en medio de lámparas, mármoles y pedrerías, sobre una loza de granate, brilla una estrella de plata que regaló el emperador Napoleón III de Francia. Alrededor de la estrella se lee: “Aquí, de la virgen María, nació Jesucristo”.
Eso es lo principal del misterio de Belén. No las luces navideñas y las canciones, no la pólvora ni los globos, no las comidas típicas ni los aguinaldos, sino el misterio absoluto: que por amor a los hombres nació de la virgen María el Hijo Eterno de Dios, que la Palabra se hizo Carne, que la “Vida descendió para ser muerta, el Pan para tener hambre, el Camino para cansarse de andar y la fuente para tener sed”, como escribió bellamente San Agustín.