Lectio de Lc 13, 18-21
Jesús concluye su larga enseñanza sobre el Reino, o mejor, sobre el señorío de Dios (Lucas 12,1 – 13,21). Lo hace con dos parábolas del Reino, dos preciosas imágenes que se caracterizan por su dinamismo, por un punto de partida humilde, sencillo, y del cual pueden verse luego grandes y beneficiosos resultados:
Primero la imagen de la semilla, de granito de mostaza, que un hombre tomó en sus manos, sembró en la tierra, y que cuando creció se convirtió en una gran y exuberante planta, la cual, además de dar el fruto esperado, incluso le ofreció sombra fresca y abrigo a los pajaritos para que armaran en ella sus nidos, símbolo de vida que nace, de fecundidad.
Segundo, la imagen de la levadura. La narrativa es parecida. Una mujer la toma entre sus manos, la pone dentro de la harina, la amasa una y otra vez hasta que esponja el pan que sacia el hambre, un pan que da vida y salud a ese hogar.
Tenemos dos imágenes que nos hablan de la vida cotidiana. Se trata de dos trabajadores. Una figura masculina y otra femenina. Que se ponga al lado de forma paritaria al hombre y a la mujer ya es una lección.
Pero la cosa va más allá: es el trabajo del campesino que cultiva su terreno y de la ama de casa que en la cocina prepara el pan de cada día.
Se trata de actividades esenciales que ven al ser humano empeñado en sostener y cuidar la vida y trabajar por el hogar.
Y Jesús saca la lección, dice que es de esta manera que Dios está obrando entre nosotros. Junto a cada hombre y cada mujer que trabaja, hace crecer y fermentar su reino.
Es un proceso que tiene características precisas. Destaco dos de ellas. Se trata de dos dimensiones de este dinamismo. Uno hacia dentro y otro hacia fuera.
En la imagen de la semilla de mostaza podemos apreciar una dimensión de escondimiento, de invisibilidad.
En la imagen de la levadura está la dimensión de la libertad responsable de cada uno de nosotros cuando coopera con el Espíritu del Señor.
La primera, la dimensión invisible y discreta de la presencia de Dios retratada en la pequeñez de un granito de mostaza nos causa problemas. ¡Cuántas veces dudamos, preguntándonos si Dios existe! O que, si existe, hace muy poquito por nosotros. No creemos que se cumplan las promesas de Dios, porque somos incapaces de discernir las señales.
Se necesitan ojos para ver lo invisible; se necesitan oídos para escuchar en silencio; se necesita de un corazón y de una mente habitados por la memoria de Dios y de su Palabra, que le hagan eco permanente. Estamos llamados a ser como esa gente sencilla que estaba pequeños alrededor de Jesús en el pasaje de ayer, que «que se regocijaba con todas las maravillas que él hacía» (Lc 13, 17).
No utilizamos la lógica del mundo para mirar a la Iglesia y la eficacia del anuncio, sino la del Evangelio. No es importante ser muchos, contar, hacer estadísticas. ¡Cuántas veces escucho a los párrocos o catequistas quejarse de la poca participación en las reuniones o en la Eucaristía dominical! No importa cuántos cristianos seamos, ¡sino cuán eficaces somos en nuestra pequeñez!
En cuanto a la segunda imagen, la de la levadura, que nos habla de la colaboración de cada persona con la obra del Señor, donde el Señor pone la fuerza representada en la levadura, pero necesita de nuestras manos para que se amase el pan, podemos ver cómo toda la enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios consiste en invitarnos a trabajar continuamente con él.
Se trata de dejar ir un mundo viejo para construir uno nuevo, donde reinen la justicia, la paz, la hermandad. Jesús nos invita a llevar su evangelio hasta lo más profundo de cada uno de nosotros y a expresarlo en nuestro estilo de vida.
Y esto requiere la aceptación de un cambio, de una conversión. Esta consiste principalmente en un regreso a lo esencial. Lo esencial de lo que hablan precisamente las imágenes de sembrar y hacer pan, transformación interior y fuerza de vida que crece y trae novedad, alegría y nuevas posibilidades al mundo entero.