Cuando en nuestro largo caminar nos acercamos a Dios Padre y decidimos creer en aquel creador de todas las cosas, que sopló vida en nosotros, nos amó primero desde lo profundo de su corazón y sobrepasa nuestro conocimiento, decidimos correr el riesgo de dejarnos guiar y confiar en su amor incondicional que nos transforma totalmente, decidimos tomar el derecho de ser hijos de Dios (Jn 1, 12).
Paso a paso gracias a Jesús, reconocemos su identidad en nosotros como hijas e hijos amados e importantes para Dios, aprendemos que nadie nos ama ni nos amará más que nuestro Padre Dios, que su amor es invariable “Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá – dice Yahveh, que tiene compasión de ti.” (Is 54,10), que pese a nuestra propia falta de amor, a nuestras barreras y raciocinios, a nuestros pecados y nuestro mundo común, su amor permanece firme.
Cada encuentro de él con nosotros o de nosotros con él, (porque es bidireccional), se da de manera libre, consciente, sincera, sin esquemas, y nos permite descubrir un Padre que nunca se olvida de nosotros, que tiene nuestro nombre grabado en las palmas de sus manos (Is 49, 14-16), que no se aleja, no abandona, muere u olvida, que solo espera la apertura de nuestra mente y de nuestro corazón para contarnos sus maravillosos secretos.
Así, aprendemos a anhelar y cuidar de su presencia en nuestro templo y a gustar de su dulzura (sal 27,4 ), sin importar nuestro débil pasado, nos sumergimos y nos dejamos envolver, corregir (Pv 3, 11), transformar, fortalecer, llenar de alegría y sabiduría, para soñar y avanzar sin temor ( Lc 12, 32), en la conquista de su reino de amor, justicia y verdad, porque sabemos que él está con nosotros las 24 horas del día, los 365 días del año, en los múltiples lugares del planeta, porque tenemos un incalculable valor como sus hijas e hijos.