Combatir la manía de grandeza – Lectio Divina-

Lc 9,46-50.

Después de la confesión de fe de Pedro, Jesús anunció su pasión. Pero los discípulos no captaron el mensaje.

“Pero ellos no comprendían estas palabras: de modo que para ellos quedaban escondidas, para que no las entendieran; y tenían miedo de preguntar” (9,45).

El narrador de Lucas hacer caer en cuenta a cerca de lo que pasa cuando un discípulo de Jesús no entra en sintonía con la Cruz.

¿Qué es lo que pasa cuando una persona o una comunidad caminan con Jesús pero dejan de lado la Cruz?

Se dan estas dos situaciones:

Primero: se dan problemas de autoridad

Cuando una comunidad se divide, cuando algún líder arrastra una parta de la comunidad consigo y la pone en contra de otro líder, cuando hay peleas del tipo “yo mando aquí”, cuando hay presunción entre las personas y sometimiento de unas a otras. Si esto sucede, ES QUE SE PERDIÓ DE VISTA LA CRUZ DEL SEÑOR.

Segunda: se escuchan censuras y acusaciones a otras comunidades

Cuando en la comunidad brotan actitudes de intolerancia, cuando entre las comunidades entran en competencias para mostrar quién hace más y mejor para llevarse los aplausos de la Iglesia, cuando hay envidias entre los líderes, cuando se difama a otra comunidad, cuando se tergiversa sus actuaciones, ES QUE SE PERDIÓ DE VISTA LA CRUZ DEL SEÑOR.

Y, ¿cómo educa Jesús al respecto?

Analicemos el texto.

  1. Combatir la manía por las jerarquías, la supremacía y él rango de influencia

La radical incomprensión de Jesús por parte de los discípulos se expresa en la discusión sobre el mayor: “Quién entre ellos sería el más grande” (9,46).

Lucas hacer caer en cuenta que es algo que los discípulos manejan en secreto.

El narrador introduce este dato con un apunte crítico. Literalmente dice “Se dio entre ellos un pensamiento” (en griego ‘dialogismós’).

Este término tiene un sentido peyorativo: indica los pensamientos o los razonamientos inclinados al mal (ver Lc 2,35; 5,22; 6,8; 24,38). Aquí (y en el versículo siguiente) no se trata de una discusión en voz alta entre los discípulos, como cuenta Marcos, sino de un raciocinio interior, de sus pensamientos.

¿Cuál era el raciocinio interior? El narrador hace una focalización interna y delata: “Quién entre ellos sería el mayor”.

“Quién manda más que…”. El comparativo seguido de genitivo (complemento determinativo “de”) aquí podría indicar a alguien “más grande de ellos”, por tanto, alguien externo al grupo. Pero es probable que el comparativo aquí también tenga un sentido superlativo y, por tanto, indique a un miembro del mismo grupo.

El evangelio no esconde un pecado de los primeros discípulos de Jesús: su manía por las jerarquías, por tener unos más ventajas que los otros, puestos de honor, tratamiento privilegiado.

La ironía es clara: justo cuando Jesús habla de su muerte, ellos tienen la cabeza puesta en la campaña interna sobre quién va a quedar en lugar de Jesús.

Es interesante que el evangelista no haya evitado contar episodios bochornosos como este en su narrativa. Aquel día salió a flote el espíritu arribista de los primeros discípulos de Jesús.

Situaciones como esta dejan ver toda la fragilidad humana de los que tendrán que encargarse luego del anuncio del evangelio desde Jerusalén hasta los extremos de la tierra (Hch 1, 6-8).

Jesús se da cuenta, conoce lo que piensan por dentro sus discípulos. Y no se las deja pasar.

A pesar de la manía de grandeza y de privilegios de sus seguidores, Jesús nos los repudia, sino que se pone al nivel de ellos para introducirlos en una nueva comprensión de las cosas.

Así les arranca el miedo de sus corazones y las resistencias. En esos corazones que, endurecidos, rechazan el hecho de que pueda tener un sentido el sufrir y el dar la vida.

Y responde con una enseñanza que junta un gesto y una exhortación: “Jesús, habiendo conocido el pensamiento de sus corazones, tomó a un niño, lo puso junto a él, y les dijo: Quien acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí. Y quien me acoge a mí, acoge a quien me ha enviado. De hecho, quien es el más pequeño entre todos ustedes, ese es grande” (9,47-48).

El gesto simbólico tiene en cuenta el estatuto del niño en la antigüedad.

El niño socialmente no tenía ningún valor, en todo era dependiente del adulto, insignificante. El niño era aquel del cual el padre tenía derecho de vida y de muerte hasta los doce años.

Jesús invita a darle un giro radical a la escala de valores. Acoger a quien en la sociedad no tiene ninguna relevancia es acogerlo a él mismo y al Padre que lo envía.

Esta es una enseñanza que tiene mucha repercusión desde aquel día hace dos mil años hasta hoy.

Uno. Nos invita a no apartar la mirada protectora del niño, de pequeño sin derechos, de último en la escala del poder.

Dos. El niño es aquel con quien cada generación de discípulos está llamada a identificarse: con el que no tiene poder.

Dios eligió ese puesto: poniéndose a disposición (haciéndose siervo) y abriendo espacio a los otros (acoger al pequeño).

Tres. Ponerse al lado de un niño es ayudar en su crecimiento, no contribuyendo a su frustración.

Los niños no son una categoría social, sino la meta de un itinerario, el punto de llegada de un proceso de maduración.

Tenemos, entonces, un vuelco de la consideración que se tenía del niño. El evangelio es contracultural.

Este vuelco ya había sido anunciado por María de Nazaret en el Magníficat (1,52-53: “Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió vacíos”) y se llevó a cabo en el destino del Hijo del hombre, entregado al sufrimiento.

El más pequeño merece ser acogido como el más grande. “Ese es grande” (en griego: ‘estin megás’), dice Jesús.

Esta a expresión, “Será grande”, os recuerda las palabras del ángel Gabriel a María cuando anunció el nacimiento de Jesús: “Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (1,32). Pues sí, “será grande”. Aquel que es grande entre los discípulos siempre es Jesús.

Que Dios sea así tiene consecuencias para todos nosotros, para cada comunidad cristiana.

El evangelio manifiesta una predilección evidente por todo lo que es pequeño.

Cómo ignorar el amor de Jesús por las personas frágiles, por los comienzos inciertos y con todo tenaces; su interés por el secreto de la vida y por el futuro. El niño, el pobre, la semilla, el grano de mostaza, siempre están bajo la mirada de bendición que logra entrever, precisamente detrás de una aparente insignificancia, virtualidades secretas y prometedoras.

Escribe Cristian Bobin que “Nada del Altísimo puede ser conocido si no es a través de lo infinitamente pequeño, a través de este Dios que se puso a la altura de un niño, este Dios a ras de tierra”.

  1. Combatir el espíritu de competición y los celos pastorales

Veamos ahora la segunda parte del pasaje del evangelio: los conflictos externos con otros que obran en nombre del Señor.

La enseñanza va en esta dirección: Lo que marca la diferencia cristiana no es aquello que cada uno es, sino el “nombre de Jesús”. Cómo se vio antes, de trata de acoger al niño “en el nombre” de Jesús.

En el universo bíblico el “nombre” (en griego, epi to onómati mou) es signo de la presencia y de la potencia, se confunde con la persona misma (ver 1,49: “El poderoso ha hecho en mí grandes cosas, Santo es su nombre”).

Pues bien, la cuestión del nombre es el tema del conflicto : Uno que expulsaba demonios en nombre de Jesús.

Juan pone las quejas: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos impedido, porque no te sigue junto con nosotros” (9,49).

Así como Moisés había regañado a Josué, celoso de dos hombres que profetizaban (ver Nm 11,26-30), de la misma manera Jesús les prohíbe a los discípulos que se contrapongan a los exorcistas que no están afiliados al grupo de los discípulos.

De nuevo la ironía se hace sentir.

El narrador cuenta que un extraño conseguía expulsar demonios, pero en cambio hacía poco que los discípulos no lo habían logrado (v.40: El papá del niño le había puesto las quejas a Jesús: “Le he pedido a tus discípulos que lo expulsaran, pero no lo lograron”).

Es claro: el acontecer del Reino de Dios va más allá del grupo de los discípulos de Jesús. Y al mismo tiempo delata y cuestiona lo que este grupo ha descuidado.

Se requiere de un corazón sencillo, no envidioso, no rencoroso, para poder gozar de la alegría de los otros, sin sacar excusas, dejándonos llevar por el río creciente de la gracia de Dios que todo lo lleva a cabo.

Se trata de dejarse envolver por la obra de Dios sin distinguir quién es de nuestro grupo, de nuestro movimiento, de nuestra Iglesia… sin sentirse dueño de marca y más bien gozando de la acción del Espíritu por todas partes.

El episodio nos advierte sobre la sutil tentación de caer en un complejo de superioridad con respecto a los que no tienen nuestra misma fe o incluso con respecto a quienes no creen, pero se ocupan de acciones humanitarias generosas que tendemos a minusvalorar.

En fin, estas enseñanzas de Jesús reclaman una conversión.

Nos piden la capacidad de ver con ojos sencillos todas las semillas de bien que Dios siembra a manos llenas entre nosotros.

Intentemos hoy, comenzando la semana, ver las cualidades de los que están a nuestro alrededor, los gestos de generosidad y de bien.

Tratemos de interpretar desde el lado correcto las cosas que pasan, sin hacer de criticones e insatisfechos por todo, ensayando ver la realidad con admiración y maravilla, como la ve un niño, con la misma mirada de Dios.

Y así, como los niños, crecer y crecer juntos.

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