Bienaventurados. Un mensaje exigente

Jesús describe ocho características de su personalidad y las anuncia como líneas maestras de su propia conducta y de su enseñanza. Por esas sendas pueden marchar los discípulos que se inician en la alegría del evangelio y buscan la felicidad plena.

Para los criterios del mundo, las Bienaventuranzas parecerían una lista de frustraciones, un catálogo de fracasos: ser pobre, llorar, padecer hambre, soportar pacientemente las dificultades y persecuciones… no son situaciones halagüeñas para nadie. Ser misericordioso, limpio de corazón y servidor de la paz son actitudes que implican dificultades, lucha y superación.

Las felicidades que el mundo plantea y las que nos atraen como imán poderoso proponen ideales de poder, de poseer y de disfrutar que parecen ausentes de la propuesta de Jesús. Al menos en su apariencia más inmediata y sensible.

Por eso las Bienaventuranzas sólo se pueden entender en la fe y con la luz del Espíritu Santo. Es el Paráclito quien esclarece la mirada de los mortales y hace comprender la vida bajo un nuevo resplandor: Él es quien da luz a los ojos, alimento a la ansiedad, fuerza en la lucha y riqueza en la escasez. Cuando el Espíritu Santo actúa, se sacia el hambre, se enjugan las lágrimas, se enaltece el esfuerzo, concluye la persecución y desaparece la privación. Cuando Él se manifiesta, el Reino de Dios se hace presente. Dios da su tierra en heredad y se revela a quienes se han limpiado el corazón.

La reflexión teológica y espiritual de la Iglesia, a través de los siglos, versó sobre las Bienaventuranzas, las relacionó con los dones y los frutos del Espíritu o con las virtudes teologales y morales. También se preocupó si realmente eran ocho, o más o menos. Si ese número era simbólico o si era real; si las otras bienaventuranzas mencionadas en el Nuevo Testamento, sobre todo en el Apocalipsis, tienen o no el mismo valor que las expuestas en el Sermón del Monte; si ese camino de alegría expresado por Jesús es un ideal que puede alcanzarse o si es un regalo, “un carisma” dado por el Espíritu a los fieles.

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