Cuando leía y meditaba sobre el Evangelio que la Iglesia nos propone para el día de la Ascensión del Señor, me encontré con una homilía del Papa Benedicto XVI del año 2009 donde hablaba de la comprensión de este tema en la vida eclesial y cómo la Ascensión nos prepara para vivir el Pentecostés. En aquella homilía el Pontífice se preguntaba cómo entender el cielo, a donde ascendió Jesús y decía:
“El «cielo», la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, estamos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él”.
Me he dejado sorprender gratamente por esta afirmación debido a que en muchos escenarios se trata de ver a la espiritualidad y en general a todos los temas “celestiales” tan alejados de la cotidianidad que inclusive se proponen como inalcanzables para la humanidad. Por ejemplo, cuando se le pregunta a una persona en la calle si es santa, inmediatamente viene a su mente una reflexión si se parece a una de las personas que han sido canonizadas y propuestas como modelo de santidad. Al encontrar que es “muy pecadora”, esa persona responde: no padre, todavía estoy muy lejos de eso. Y, sin embargo, la vida espiritual es nuestra cotidianidad y el deseo profundo de estar con Jesús.
Nuestra espiritualidad Eudista nos asegura que “el objetivo de la Iglesia en todas sus funciones es formar a Jesús”. Al leer esta tarea desde la clave que nos dice el papa Benedicto XVI, descubrimos entonces que alcanzaremos el cielo cuando formemos a Jesús, cuando asumamos su vida, cuando descubramos que, así como él, estamos llamados a pasar por el mundo haciendo el bien.
Por eso, pensar en la Ascensión del Señor y prepararnos para Pentecostés es anhelar el cielo, es decir, desear profundamente estar unidos a Dios para siempre y descubrirlo habitando en cada uno de los hermanos con los que compartimos a diario, tarea en la que nos ayuda el Espíritu Santo.
Y tú, ¿anhelas el cielo?