Uno de los apóstoles, Tomás, dudó de la realidad de las apariciones (cf Jn 20, 24-29). Y sabemos que Cristo le hizo poner la mano en las cicatrices de sus heridas, y más nos valió su duda que la fe inmediata de María Magdalena (cf Jn 20, 11-18) porque, como dice san Cipriano, por su vacilación, Tomás tuvo ocasión de tocar las cicatrices de las heridas de Cristo y con ello curó de nuestro pecho la llaga de la duda.
Jesús ha llegado al término de su vida histórica. Es cierto que Cristo prolonga su vida y las contingencias de su historia en cada uno de los cristianos. Pero esto es de un modo misterioso. Esta historia de Cristo en cada uno de nosotros, los cristianos, se terminará con la destrucción del mundo y el juicio del hombre, cuando el Señor venga por segunda y última vez.
La vida histórica de Jesús terminó el día de su ascensión a los cielos. Delante de un grupo de 700 adeptos, de judíos convertidos al Salvador, Jesús subió a los cielos. ¿Dónde queda, cristianos, el cielo? ¿A dónde subió Jesucristo?
Actualmente, la multiplicidad de ocupaciones que nosotros, como niños que dan trascendencia a sus juegos, creemos muy importantes, esas inquietudes pequeñas nos hacen olvidar el pensamiento de nuestra patria. ¿Dónde está el cielo?
El cielo que el Nuevo Testamento nos descubre nada tiene qué ver con algún lugar determinado del universo, como el Sol o Sirio. Tampoco el cielo es aquello que significamos cuando hablamos de una paz celestial o de una hermosura celestial… Eso no lo dice la Escritura.
Para comprender qué es el cielo hacia donde Jesucristo ascendió, cuyo recuerdo conmemoramos todos los años el Jueves de la Ascensión, debemos alejarnos de todo lo conocido y ascender a lo verdadero. El cielo es la inaccesibilidad a Dios… El modo como Dios está consigo solamente y es inaccesible para cualquier criatura. Lo que san Pablo llama: “la inaccesible luz”, en que Él vive y a la cual nada creado puede acercarse (cf 1 Tim 6, 16).
Cuando encontramos a un hombre en la calle, en su casa, lo podemos ver, lo podemos después describir, quizá podremos adivinar algo de lo que hay en él. Hay algo que nos es impenetrable: el modo como él se presenta a sí mismo. El modo como se resuelve su ser y su obrar. En determinados momentos, el hombre se inclina sobre sí mismo y entra dentro de sí mismo. Ese es el arcano del hombre. Esa intimidad nadie la puede violar. Si quiere ser conocido en ella, debe descubrirse él mismo, nadie lo puede forzar… Y esa impenetrabilidad del hombre, ese arcano será tanto mayor cuanto son mayores las fuerzas espirituales que él posee.
¿Cuál será, ahora, esa impenetrabilidad cuando no se trata de un hombre, sino de Dios, el que es un abismo, el que es infinito, el que es único? ¿Dios, que es la esencial verdad y santidad? Pues bien, esa impenetrabilidad de Dios es el cielo a donde Cristo penetró… Cristo resucitado, no sólo el Espíritu de Jesús, sino todo Él, en su realidad viva, penetró en Dios.
¿Y cómo sucede eso? Siendo Dios espíritu, ¿cómo puede penetrar en Él algo corporal? Ante todo, debemos decir que la palabra espíritu tiene un sentido especial cuando se refiere a Dios. En comparación del Espíritu de Dios, todo lo nuestro, nuestras aspiraciones, nuestra ciencia, nuestro cuerpo y nuestra alma, todo se llama “carne”.
Entre Dios vivo y cualquier cosa no sólo intermedia el abismo inconmensurable del Creador y la criatura, sino también el océano de la eternidad. Entre lo santo y lo pecador. Oposición ésta que solo el amor de Dios puede salvar. Esa desaparición del abismo entre Dios y la criatura, pecadora, ese penetrar dentro del sagrario de Dios, inmutable, en plenitud de vida, en plenitud de luz y de verdad y de santidad, ése es el cielo.
¡Cristo penetró en Dios, primogénito de toda la creación! (cf Col 1, 15). El Señor se sienta a la diestra del Padre (cf Col 3, 1), separado de todas las variaciones de la historia, en silencio de triunfo. Ese triunfo suyo se manifestará un día, tal vez no lejano, cuando el mundo se pasme ante la revelación de su batalla.
El cielo no sabemos si está arriba a abajo… Sabemos que está en el arcano de la Divinidad, a donde Cristo nos abrió la puerta. Si queremos un día entrar en el cielo, debemos pensar en él: el cielo es de los que lo recuerdan. Si no suspiramos en esta vida como peregrinos, no nos alegraremos un día como ciudadanos…