La palabra “Hijo” es una de las más bellas que puede pronunciar un “padre”. Esa voz expresa la estrecha relación que se da entre dos seres: El hijo prolonga la existencia de quien le dio el ser. Así éste siente que, a pesar de la muerte, seguirá amando la vida, contemplando el mundo y expresando sus pensamientos a través del corazón, de los ojos de la mente se descendiente.
La filiación no siempre implica un proceso biológico. Se dan hijos adoptivos, hijos legales. A veces la palabra “hijo” puede querer decir “amigo”, “íntimo”, o también “discípulo”. A veces alude a un parentesco lejano, al lugar en donde se nace o a una opción o actitud. Así hablamos de “los hijos de la luz”, “los hijos de Israel”, etc. Se dan también hijos espirituales, engendrados a la fe por un nuevo nacimiento, nacidos no de la carne sino del querer divino, que es poderoso para hacer que hasta de las piedras le nazcan hijos a Abraham. (Cfr. Mt. 3,10).
Uno de los nombres que con mayor frecuencia se aplican a Cristo es el de “Hijo”. Algunas veces, al designarlo con esa palabra, se alude a su generación divina, a ves a su nacimiento en la tierra, a veces a su familia más inmediata o a la más remota, a veces a su actitud espiritual. Así decimos que Jesucristo es el Hijo eterno de Dios, el Hijo del Padre, el Hijo único, el Unigénito, el Primogénito.
También le damos los títulos de Hijo de Adán, Hijo de Abraham, Hijo de David, Hijo de María, Hijo de José, Hijo del carpintero. Él es el “Hijo del Hombre”, “el Hijo de Justicia”, “el Primogénito de toda creación”.
Todos estos nombres nos recuerdan el amor tierno de Jesús hacia su Padre del Cielo o hacia María su madre. Subrayan su origen divino o la verdad de su humanidad y de sus títulos mesiánicos, y son la base para que nosotros, que también somos hijos de Dios, por adopción, e hijos de los hombres por nacimiento, nos consideremos hermanos suyos, y coherederos con Él, que es el heredero universal.