El primer fundamento de la vida cristiana es la Fe. San Pablo, en efecto, así nos lo enseña: « Si queremos llegar hasta Dios y acercarnos a su Divina Majestad, el primer paso a dar es creer, pues, sin la Fe es imposible agradar al Señor. La Fe, añade, es la substancia y base de cuanto esperamos». Hebr. XIo,6.
La Fe es la piedra fundamental de la mansión y reino de Cristo; es una luz celeste y divina, una participación de la eterna e inaccesible Luz de Dios: un destello de su Faz, para hablar en términos del Espíritu Santo, «la Fe es un carácter divino por el que la luz de la Divina Faz se ha impreso, en nuestras almas>. Ps.IVo,7.
Es una comunicación y cuasi-extensión de la Luz y ciencia divina infusa en el alma santa de Jesús en el momento mismo de su Encarnación. Es la ciencia salvadora, la ciencia de los Santos la ciencia de Dios que Jesús bebió en el seno mismo de su Padre y trajo a este mundo para disipar sus tinieblas, para iluminar nuestros corazones y darnos los conocimientos necesarios para servir y amar a Dios con perfección, con el fin de someter nuestro espíritu a las verdades que El personalmente nos enseñó y sigue brindándonos por medio de su Iglesia.
Esa fe, que Jesucristo nos dio, cautivando nuestras inteligencias y plegándolos a la creencia de ¡as verdades eternas, es una continuación y como reflejo de la amorosa sumisión del Espíritu humano de Jesús a las verdades que su Padre Eterno le anunció. Son esta luz y esta ciencia las que nos hacen conocer a perfección todo cuanto en Dios y fuera de El existe. A menudo la razón y la humana ciencia nos engañan, pues en verdad son débiles y limitadas en demasía sus luces para alcanzar el conocimiento de las cosas de Dios de suyo incomprensibles e infinitas; y, por otra parte la ciencia y la razón humana, obscurecidas por el pecado y sus consecuencias, son impotentes para lograr un conocimiento real de los seres existentes fuera de Dios. Mas la luz esplendorosa de la fe, por ser un destello de la verdad y de la luz divina, no ha de engañarnos: nos hace ver las cosas tal como Dios las ve, es decir, en toda la brillantez de su verdad y cual son ante sus ojos divinos. Así, pues, si miramos a Dios con los ojos de la fe, lo veremos en su verdad tal cual es y como cara a cara.
La fe, indudablemente, no carece de obscuridad y nos hace ver a Dios de una manera imprecisa, opaca y como al través de espesa niebla; sin embargo, no tiene la pretensión de abatir la Majestad infinita hasta nuestro espíritu, como lo hace la humana ciencia, pero penetra a través de sus sombras y obscuros velos, en el infinito mismo de Dios y nos lo revela cual es en sí mismo y en todas sus divinas perfecciones. Ella nos enseña que cuanto hay en Dios y en Jesucristo Hombre-Dios es infinitamente grande y admirable y en grado infinito digno de adoración y amor en si mismo.
Ella nos manifiesta que Dios es infinitamente veraz en sus palabras y fiel a sus promesas; que es todo bondad, dulzura y amor para con quienes le buscan y en El ponen su confianza, y todo rigor, severidad y terror para quienes le abandonan o desdeñan y que no hay nada más espantoso que caer en manos de su justicia inexorable. Ella nos infunde un conocimiento segurísimo de que la Divina Providencia conduce y gobierna todo el universo con sabiduría y santidad infinita y que merece nuestra adoración y amor por cuanto ordena en su justicia o en su misericordia en el cielo, en la tierra y en el infierno. Si miramos la Iglesia de Dios a la luz de la fe, veremos que, teniendo a Jesucristo por cabeza y por guía al Espíritu Santo, es absolutamente imposible que pueda alejarse de la verdad para caer en el error, y, por lo tanto, que todas las ceremonias, costumbres y funciones de ella están caracterizadas por la santidad de su Fundador; que cuanto ella prohibe u ordena con todo derecho, prohibido o mandado ha de ser; que todo lo que ella nos enseña, sin falta ha de estar ajustado a la verdad y que, de consiguiente, hemos de estar dispuestos a morir mil veces antes que apartarnos una línea siquiera de dichas verdades; y, finalmente, que estamos obligados a respetar y honrar todos las cosas de la Iglesia como santas y sagradas.
Si, en fin, detenernos la mirada en nosotros mismos y en el mundo que nos rodea, a la luz de la fe hemos de convenir que no somos sino nada, pecado y abominación y el mundo todo, humo, ilusión y vanidad. Es así como hemos de verlo todo, no según la vanidad engañosa de nuestros sentidos, no con los ojos de nuestro cuerpo, no con la corta y engañosa mirada de la razón y de la ciencia humana; sino en cambio, según la verdad de Dios y con los ojos de Jesucristo, es decir, al resplandor de la divina luz que adquirió en el regazo de su Padre, y que nos vino a traer este mundo para hacernos participantes de su ciencia y verdad indeficiente.