Lucas 8, 19-21.
Dice Jesús: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (8, 21).
La escucha de la Palabra no es la simple recepción de una enseñanza que luego se se transfiere a la vida. Ocurre algo más de fondo: crea entre uno y Jesús una consanguineidad espiritual más profunda que la que dan los vínculos de carne y sangre.
La semilla de la Palabra es fuerza vital de la que nace una nueva nueva. Ella hace nacer una nueva vida en mí. Por eso la vida recomienza cada día desde la Palabra.
Profundicemos.
¿Por qué es tan importante recomenzar de la escucha?
Porque en la vida cristiana ocurre lo mismo que en el origen de cada vida: en todo origen hay una semilla en la cual está contenida el código genético de una existencia. La Palabra de Dios es ese patrimonio de informaciones, el código genético que nos hace vivir de una manera diferente.
¿Y cuál es este código genético? Es Jesús. A través de él conocemos el amor que Dios nos tiene. Este anuncio entra en nuestra vida y la renueva, la da una nueva dirección.
La Palabra de Dios es germen capaz de dar vida a una existencia nueva, que es diferente con respecto la del mundo.
Si el mundo nos invita a una existencia en la que la defensa personal es el principio supremo, la Palabra de Dios inserta otro criterio según el cual el principio supremo es el amor, la donación de sí mismo, el servicio desinteresado.
La Palabra de Dios es una forma concreta de la presencia de Dios que con su voz nos sigue guiando por los caminos de la vida.
Por eso es por lo que no hay liturgia sin Palabra de Dios.
Por eso es por lo que es tan importante que la Palabra de Dios resuene en nuestros hogares.
Cuando uno se somete a la Palabra, la vida se ilumina, es consolada, recibe estímulo para una coherencia más plena.
La Palabra de Dios no está ahí para confirmar lo que pensamos y hacemos. Más bien nos mueve el piso. Ella de vez en cuando nos desconcierta, nos pone en crisis, desestabiliza nuestras convicciones profundas, cuestiona radicalmente nuestros logros personales, sociales y culturales, porque lo suyo es ponernos más bien en la ruta del proyecto de Dios.
La Palabra de Dios es potencia divina capaz de configurarnos con su proyecto.
Pero también, positivamente, la Palabra de Dios aporta como una especie de hilo conector a todas las experiencias que integran nuestras jornadas, los tiempos del trabajo y de la amistad, los tiempos del estudio y del reposo, los tiempos de la vida.
Podemos estar seguros de que cuando nos ponemos bajo la luz de la Santa Palabra de Dios, todo lo que nos pasa cada día logra una nueva perspectiva, más bonita, más profunda, tan significativa que puede ser incluso sorprendente. Pues sí, es que nos hacemos familiares de Dios y conciudadanos de los santos, como diría san Pablo.
De esta manera la Palabra de Dios forma a Jesús en nosotros.
Decía San Juan Eudes que “estamos llamados a ser evangelios vivos, escritos por dentro y por fuera”.
Y antes de él ya decía San Agustín:
“(Ser madres de Cristo) no es algo lejano a ustedes;
no está fuera de ustedes,
no es incompatible con ustedes.
Se han hecho hijos, sean también madres.
Se han hecho hijos de la madre cuando han sido bautizados,
entonces han nacido como miembros de Cristo.
Lleven el lavado que da el bautismo a todo lo que puedan,
de modo que, así como se han hecho hijos cuando nacieron,
también así puedan ser madres de Cristo llevando a otros a nacer”
(Agustín, Discursos 72/A,8).
Por cierto, escribía san Pablo VI unos días antes de morir en su “Pensamiento ante la muerte” una frase que retrata bien lo que pasa cuando se escucha y practica la Palabra:
“No mirar más hacia atrás,
sino cumplir con gusto,
sencillamente,
humildemente,
con fortaleza,
como voluntad tuya,
el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro.
Hacer pronto.
Hacer todo.
Hacer bien.
Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí,
aun cuando supere
inmensamente mis fuerzas
y me exija la vida”.
Esto sólo lo puede decir quien ha aprendido a escuchar la Palabra de Dios.
Imprimamos a fuego en el corazón esta enseñanza de Jesús:
“Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (8, 21)