Hasta que te abrí la puerta…

Como en la vida de muchos, antes de conocerte, viví momentos de soledad que eran profundamente asfixiantes, representaban un encierro en una habitación sin salidas. Eran como un gran corredor repleto de personas, de momentos placenteros en el que, aun así, me sentía completamente solo.

En esas andanzas, algo me llamó, me despertó, me puso alerta… la vida iba pasando y no sé si realmente estaba “viviéndola”. Personas pasaban por mi vida, compartíamos momentos, recuerdos que para mí, resultan inolvidables, pero ellos, sin yo saberlo, fueron llevándome hasta Ti, aunque en mi radar no figurabas del todo, más bien eras como un acompañante temporal, un auxilio por ratos. Llegó el momento en el que te descubrí plenamente en la dimensión que mi limitada razón y mi endurecido corazón me lo permitía; supe que ahí estabas, morando y siendo parte de mi existencia. Tú eras parte de mis miedos, de mis alegrías, de mis tristezas, de todo lo que soy, pero realmente ¡no lo sabía! O más bien no me había dado cuenta.

Cierto día, la tristeza, la vida que se había convertido en un laberinto sin salida, me llevó a hablarte una vez más, a decirte entre lágrimas y con un dolor profundo en el corazón, que te necesitaba. Era extraño porque el sentimiento no era enteramente dolor o tristeza, ni lo que hoy en día muchos califican como depresión; lo que sentía sabía que estaba siendo despojado de mí porque algo más grande me llenaba, era una agonía que me devolvía la vida. Ahí fue que capturaste mi atención y abrí los oídos de mi corazón a escuchar qué era lo que querías decirme.

Tu voz era un susurro, incomprensible para el lenguaje humano, pero completamente interpretable por los oídos del corazón; una voz que se convertía en abrazo, en sonrisa, pacífica y calmante como el mismo cielo pero tan fuerte y palpable como la tierra. ¡Te había abierto finalmente la puerta que tantas veces tocaste! Esa puerta de mi vida que muchas veces ignoré. Y ¿sabes? Fue la mejor “decisión” de mi vida. Me permitiste abrazar mi verdad, me consolaste ante la incomprensión del mundo, y me tomaste de la mano para nunca soltarme. Me invitaste a soñar y me ratificaste que esos mismos sueños, mis sueños, eran los que me harían felices, no los de la vida de otros.

¡Gracias mi amado!, Gracias por mostrarte tal cual eres; gracias por no buscar intermediarios para poder conocerte; gracias por invitarme a la santidad y por ratificarme que sí se puede. Me enseñaste a vivir con mi cruz a cuestas y a comprender que habitas en mí, haciéndome libre. Ya mi vida no se rige por el pecado, aunque no por eso ya viva libre del mismo, solo que he entendido, Señor, que Tú has venido a completarme y a levantarme para poder alcanzar la felicidad.

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