Para reflexionar «Orando y Viviendo»

Reflexión

El Eclesiástico se extasía ante la grandeza del mundo que contempla. Al mismo tiempo, esta grandeza le hace sentir su propia ignorancia y su falta de dominio sobre las cosas y las leyes que regulan sus movimientos. Se encuentra inmerso en un mundo que ni ha hecho ni sabe cómo está hecho ni cómo se mueve. Así, su admiración crece a medida que su mirada escruta todo lo que le rodea. Por otra parte, el vacío de su ignorancia e impotencia se llena con la presencia -intuida, si no vista- del Señor, a quien ve en el origen de todo. Por la palabra de Dios son creadas todas las cosas, y de su voluntad reciben su tarea… Todo lo que ve es obra del Señor (42, 15). Para el sabio, el Señor es el conocimiento y el poder: El Señor es más grande que todas sus obras (43, 28).

Nada se oculta a la mirada penetrante del Altísimo que conoce el pasado y el futuro (v 19) y sondea lo oculto e inaccesible para los ojos de los hombres, incluidos los santos, a quienes tampoco se ha concedido contar las maravillas del Señor (42, 17). No se le oculta ningún pensamiento ni se le escapa palabra alguna (42, 20). La creación, con su grandeza e independencia, muestra al hombre su pequeñez y su ignorancia y ha constituido a lo largo de los siglos una fuente de contemplación y de elevación del espíritu. ¡Qué amables son todas tus obras! (v 22); ¿quién se saciará de contemplar su hermosura? (v 26). Pero la magnificencia del mundo creado, por más que se presente como una especie de revelación, no es más que un ropaje que cubre y oculta. De hecho, quedan cosas más grandes escondidas; sólo un poco hemos visto de sus obras (43, 32).

El salmo 32, dividido en 22 versículos, tantos cuantas son las letras del alfabeto hebraico, es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado de alegría desde sus primeras palabras: Aclamen, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos. Den gracias al Señor con la cítara, toquen en su honor el arpa de diez cuerdas; cántenle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones (vv. 1-3). Por tanto, esta aclamación (tern’ah) va acompañada de música y es expresión de una voz interior de fe y esperanza, de felicidad y confianza. El cántico es nuevo, no sólo porque renueva la certeza en la presencia divina dentro de la creación y de las situaciones humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que se entonará el día de la salvación definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su realización gloriosa.

Jesús cura al ciego Bartimeo. Es un relato sencillo, pero lleno de detalles, y un símbolo claro de la ceguera humana espiritual, que también puede ser curada. Esta vez Marcos dice el nombre del ciego: se ve que tenía testimonios de primera mano, o que el buen hombre, que recobró la vista y le seguía por el camino, se convirtió luego tal vez en un discípulo conocido. La gente primero reacciona perdiendo la paciencia con el pobre que grita. Jesús sí atiende y manda que se lo traigan. El ciego, soltando el manto, de un salto se acerca a Jesús, que después de un breve diálogo en que constata su fe, le devuelve la vista.

La ceguera de este hombre es en el evangelio de Marcos el símbolo de otra ceguera espiritual e intelectual más grave. Sobre todo porque sitúa el episodio en medio de escenas en que aparece subrayada la incredulidad de los judíos y la torpeza de entendederas de los apóstoles. Como cuando vamos al oculista a hacernos un chequeo de nuestra vista, hoy podemos reflexionar sobre cómo va nuestra vista espiritual. ¿No se podría decir de nosotros que estamos ciegos, porque no acabamos de ver lo que Dios quiere que veamos, o que nos conformamos con caminar por la vida entre penumbras, cuando tenemos cerca al médico, Jesús, la Luz del mundo? Hagamos nuestra la oración de Bartimeo: Maestro, que pueda ver. Soltemos el manto y demos un salto hacia Él: será buen símbolo de la ruptura con el pasado y de la acogida de la luz nueva que es Él.

Orando y viviendo

Cristo es la Luz del mundo. Pero también nos encargó a nosotros que seamos luz y que la lámpara está para alumbrar a otros, para que no tropiecen y vean el camino. ¿A cuántos hemos ayudado a ver, a cuántos hemos podido decir en nuestra vida: Ánimo, levántate, que el Maestro te llama?

¿Cuál es mi ceguera? Si Jesús me preguntara: “¿Qué quieres de mí?”, ¿cuál sería mi respuesta?

Jesús, médico divino, cura mi ceguera para que pueda verte; devuelve la luz a mis ojos y a mi corazón para que te reconozca resucitado y presente en la Iglesia y pueda comunicar tu luz a mis hermanos. Amén.

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