Un día, un gran Rey que tenía sus tierras al sur del Himalaya fue visitado por un embajador de Persia que le obsequió con una hermosa espada labrada a mano. Mientras admiraba todo el trabajo hecho en el sable, el Rey se cortó accidentalmente el extremo de su dedo pequeño. Como el Rey estaba sufriendo esta pérdida, su ministro dio un paso hacia el trono y le dijo:
―Vuestra Alteza Real no debe lamentarse por la pérdida de la punta de su dedo, pues siempre todo está dispuesto por Dios. Al escuchar estas palabras de su ministro, el Rey se sintió muy enfadado, y dijo:
―No puedes apreciar la pérdida de mi dedo porque es mi dedo el que se ha perdido, y no el tuyo. Mejor sería que retiraras lo que has dicho, no sea que pierdas algo más que la punta de un dedo.
―Su Majestad, le hablo con la verdad de mi corazón ―le contestó el ministro―, y en consecuencia no puedo retirar lo que he dicho, pues ciertamente todo está dispuesto por Dios, aunque su Majestad puede actuar como le dicte su conciencia.
El Rey, fuera de sí, lleno de ira por semejante irreverencia, llamó a sus soldados para que le detuvieran y le encarcelaran.
Poco después llegó el día de la caza, momento en el que habitualmente el Rey era acompañado por su ministro. Como éste estaba en prisión, el Rey marchó solo. Sucedió que, una vez adentrado en las selvas, el Rey fue atacado y capturado por una banda de caníbales salvajes. Luchando por su vida, el Rey fue arrastrado hasta el lugar donde se hacían los preparativos y rituales para los sacrificios humanos. Fue desnudado y bañado en aceites sagrados, y después fue conducido al altar de los sacrificios. Momentos antes de ser inmolado, el alto sacerdote advirtió que le faltaba la punta de un dedo.
―Este hombre no es apto para ser sacrificado ―dijo el sacerdote―, le falta la punta de su dedo y por tanto no es completo, así que es inaceptable.
De esta forma fue llevado a lo profundo del bosque, y se le dejó marchar.
El Rey recordó emocionado las palabras de su ministro y, cuando llegó al palacio, fue directamente a los calabozos a liberar a su ministro.
―Tú dijiste la verdad ―dijo el Rey―: si no hubiera tenido cortada la punta de mi dedo hubiera sido sacrificado y devorado por esos caníbales. Seguramente Dios dispuso salvar mi vida. Pero hay algo que no entiendo… ¿por qué Dios dispuso que te pusiera en prisión de manera injusta? ¿También esto venía de Dios?
―Sí ―contestó el ministro―: si no me hubieras puesto en prisión yo te hubiera acompañado en la cacería, como siempre hacíamos, y me habrían capturado contigo. Puesto que mi cuerpo está completo y sano, yo hubiera sido sacrificado en tu lugar, ya que a ti se te consideró no apto.