La vida en el Espíritu es precisamente pensar y amar, trabajar y descansar, gozar y sufrir, vivir y morir, según inspira el Espíritu de Cristo. Sólo ese Espíritu Divino nos transforma de manera que nuestros sentimientos sean los de Jesús y que, como Él lo realizó, nosotros amemos, perdonemos, acojamos a los demás, les sirvamos y oremos. En la vida y en la muerte somos del Señor, y estamos invitados a ser como Él.
¿Cómo es Jesús? El evangelio nos traza su retrato moral y espiritual a lo largo de sus páginas. Uno de los más bellos autorretratos del Señor se encuentra en el capítulo quinto del primer evangelio. Esa página la solemos identificar con el nombre de “Sermón del Monte”, porque san Mateo afirma que Jesús dio esa enseñanza suya en un monte de Galilea, cerca del lago de Tiberíades.
San Mateo dedica tres capítulos a detallar el Sermón del Monte, pero ahora sólo acentuamos algunas frases. Son las Bienaventuranzas, un bello párrafo que frecuentemente deberíamos leer, meditar, orar y vivir.
Las Bienaventuranzas son un mensaje de alegría y de optimismo dirigido a los pobres, a los afligidos, a los perseguidos o a los discípulos que querían comprometerse a seguir a ese Maestro que hablaba con autoridad y que prometía una felicidad absoluta a través de un ambiente de sufrimiento y tristeza.
En esos diez versículos del evangelio se revela Jesús, el que por nosotros se hizo pobre, que se presentó como alguien manso y misericordioso, que vivía con hambre y ansiedad espiritual, que regalaba la paz de modo diferente de la manera mundana, que sufrió y murió por su fidelidad a la Verdad.
El Papa Juan Pablo II afirmó que Jesús era el protagonista de las Bienaventuranzas. Él no sólo las enseñó o las enunció, sino que las realizó en carne propia, durante la vida. Los rasgos espirituales de Jesús quedan plasmados en esas ocho frases de alegría, de compromiso, de valor y de esperanza en Dios. De cada una de ellas, Cristo es el modelo y el testigo.
Esas frases del evangelio trazan también los rasgos fundamentales del cristiano auténtico, del que quiere ser como Jesús. Las bienaventuranzas son un poema expresado en ocho mandatos, son el Código de la Nueva Alianza, la Carta Constitucional de la Iglesia, la Declaración de Principios de los Seguidores del Camino. Las Bienaventuranzas expresan el punto culminante y definitivo de la vida cristiana, el programa que se le plantea a los discípulos del Señor. Ellos están invitados a copiar el ejemplo vivo que es la vida de Cristo, el Testigo fiel.
Las Bienaventuranzas son un mensaje de alegría. En ellas se respira un aroma de gozo. Optar por Cristo y enrutarse por la senda estrecha llevando la cruz de cada día no es una invitación para frustrados, sino un compromiso para audaces.
Un mensaje exigente
Jesús describe ocho características de su personalidad y las anuncia como líneas maestras de su propia conducta y de su enseñanza. Por esas sendas pueden marchar los discípulos que se inician en la alegría del evangelio y buscan la felicidad plena.
Para los criterios del mundo, las Bienaventuranzas parecerían una lista de frustraciones, un catálogo de fracasos: ser pobre, llorar, padecer hambre, soportar pacientemente las dificultades y persecuciones… no son situaciones halagüeñas para nadie. Ser misericordioso, limpio de corazón y servidor de la paz son actitudes que implican dificultades, lucha y superación.
Las felicidades que el mundo plantea y las que nos atraen como imán poderoso proponen ideales de poder, de poseer y de disfrutar que parecen ausentes de la propuesta de Jesús. Al menos en su apariencia más inmediata y sensible.
Por eso las Bienaventuranzas sólo se pueden entender en la fe y con la luz del Espíritu Santo. Es el Paráclito quien esclarece la mirada de los mortales y hace comprender la vida bajo un nuevo resplandor: Él es quien da luz a los ojos, alimento a la ansiedad, fuerza en la lucha y riqueza en la escasez. Cuando el Espíritu Santo actúa, se sacia el hambre, se enjugan las lágrimas, se enaltece el esfuerzo, concluye la persecución y desaparece la privación. Cuando Él se manifiesta, el Reino de Dios se hace presente. Dios da su tierra en heredad y se revela a quienes se han limpiado el corazón.
La reflexión teológica y espiritual de la Iglesia, a través de los siglos, versó sobre las Bienaventuranzas, las relacionó con los dones y los frutos del Espíritu o con las virtudes teologales y morales. También se preocupó si realmente eran ocho, o más o menos. Si ese número era simbólico o si era real; si las otras bienaventuranzas mencionadas en el Nuevo Testamento, sobre todo en el Apocalipsis, tienen o no el mismo valor que las expuestas en el Sermón del Monte; si ese camino de alegría expresado por Jesús es un ideal que puede alcanzarse o si es un regalo, “un carisma” dado por el Espíritu a los fieles.
El compromiso y el premio
Pobres de espíritu: Jesús cifra la absoluta felicidad del hombre, la presente y la futura, en ser pobre de espíritu, como dice san Mateo, o de bienes materiales, como insinúa san Lucas. Ser pobre, indefenso, humilde, desprovisto de valores y méritos, destinado a los últimos puestos, porque nada se tiene sino la fe en Dios. Si nos causa extrañeza aceptar ese mensaje, quizá sea porque tenemos muchos apegos a las cosas. En el mundo actual abunda la pobreza. Basta leer las cifras alarmantes de las estadísticas. Ser pobre es compartir la situación de la mayoría por ayudar a que quienes nada tienen no pierdan la esperanza. Así actuó Jesús que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (Filp. 2, 5-8; Sant. 2, 5; 5, 1 sgs). Ser pobre es ser desprendido. Es vivir espiritualmente en estrato 1 ó 2, aunque materialmente se viva en estratos más altos.
Los mansos: Jesús fue manso y humilde de corazón (Mt. 11, 29). Esa actitud es parecida a la anterior. El hombre humilde, el sosegado, el que tiene dominio de sí mismo no devuelve mal por mal ni golpe por golpe. El manso es un no violento, el que sufre con paciencia. En un país de violencia doméstica, urbana, política y narcoguerrillera, necesitamos imitar a Jesucristo, el que padeció en silencio como oveja ante el trasquilador o como cordero conducido a la muerte. Los desposeídos de alimento, de vivienda, de trabajo, de educación esperan respuesta de cristianos llenos de mansedumbre y no la respuesta de los violentos, expertos en granadas, fusiles y minas antipersonas. El hombre manso está lleno del Espíritu de Jesús, que es amor.
Los que lloran, como lo hizo Cristo ante la tumba de Lázaro y ante la ciudad inconversa de Jerusalén, serán consolados. De sus ojos se enjugarán las lágrimas y su boca se llenará de risas y de canciones. Para ellos vendrá el Consolador, el Espíritu Paráclito, cuya presencia causa el fruto del amor, del gozo y de la paz.
Los sufrimientos presentes son poca cosa en comparación del gozo futuro (Rom. 8, 18). Sin embargo, el cristiano quiere alegría para esta tierra. Él sufre por el mal en el mundo, pero está presto para combatirlo, ayudando a superar desgracias y desastres, y luchando contra el mal moral y el mal material.
Los hambrientos y sedientos de necesidades materiales son muchos; y nosotros, recordando a Cristo que sació el hambre de la multitud, debemos comprometernos en ayudarles. Pero también hay hambre y sed de justicia. Hay ansiedad de Dios, anhelo de santidad, los hombres necesitan acercarse a Jesús y beber del agua que mana hasta la vida eterna; muchos quieren que haya justicia y equidad y otros anhelan que la justicia de Dios los haga justos en el alma. Los cristianos debemos participar en la búsqueda y en la solución, querer la justicia para nosotros mismos y para los demás. Buscar para todos el bienestar y la santidad, fruto del Espíritu Santo en el corazón del hombre.
También son bienaventurados los misericordiosos. Los que sienten, como lo experimentó Jesús, que se les conmueven las entrañas ante el dolor ajeno, los que sufren al contemplar la miseria espiritual del hermano y le dicen: “Yo te perdono, te tiendo la mano, cuenta conmigo”. También los que no soportan la pobreza material de los otros y se sienten solidarios con ellos y se esmeran por ayudarles. Ellos compadecen, en el sentido más profundo de la palabra, es decir, padecen con los demás.
La vida de los misericordiosos florece en obras de misericordia espirituales y corporales. El mandato de Cristo es ser misericordiosos como lo es Dios, que no es un rey avasallador o un preceptor severo, sino un Padre, un Maestro y un Amigo.
A Dios lo verán los limpios de corazón. Es promesa y bienaventuranza que hace Jesús para formar en la pureza de corazón a sus discípulos. Al buscar la interioridad del alma, el Señor recuerda que es desde allí de donde brotan los malos productos que manchan al hombre: la impureza, el robo, la envidia, la insolencia, el fraude… (Mc. 7, 18-23). Esas manchas no se purifican con baños legales ni con exterioridades, como querían los fariseos, sino con la conversión del corazón. Para ver a Dios se requiere el colirio del Espíritu Santo. Ese es el que purifica los ojos del alma y permite percibir la presencia divina por doquiera.
También los artesanos de la paz son bienaventurados: los sembradores del perdón, los favorecedores del diálogo y de la reconciliación, los que facilitan que el hijo pródigo regrese a la casa del Padre, los que tienden puentes a fin de que los enemigos se den la mano, los que derraman bálsamo de tranquilidad en los corazones azorados y acomplejados.
El mundo necesita sembradores de paz. Conquistadores de territorios en donde viva la tranquilidad y no el desasosiego. Seres humanos capaces de orar por la paz, de predicarla, de construirla. Las gentes no pueden vivir en un clima de violencia, odios y discordias. No pueden seguir las acechanzas mutuas como si fuesen una jauría de perros rabiosos o de lobos enfurecidos.
Jesús nos dejó la paz, Él quiso que diéramos la paz, Él es el Rey Pacífico, el Señor de la paz. El fruto de su Espíritu en la vida humana es amor, gozo y paz (Gál. 5, 22).
La coronación de las bienaventuranzas es ser perseguido y llegar a dar la vida, como Jesús, por la justicia, por la fidelidad a Dios, por ser testigos del amor y de la verdad. Esa bienaventuranza la amplía Mateo proclamando felices a los injuriados por causa de Cristo, a los que sufren como padecieron los profetas. A ellos se les promete un salario grande en el cielo.
En ocasiones, el mundo desencadena su rabia contra Jesús y su obra, y produce rachas de mártires, pero de ordinario opta por ir despacio, por desacreditar, por tachar de anticuado al evangelio, y de retrógrada la moral cristiana, y de opuesto a la libertad de los hombres a quien es el único Liberador, y a su Espíritu que es Libertad. Esa persecución también duele, y hace verter la sangre gota a gota. Como a Jesús, el Espíritu Santo con su fortaleza es el que lleva a asumir la cruz (Heb. 9, 14).
Conclusión
Asumir el espíritu de las bienaventuranzas es aceptar y vivir el evangelio, es asemejarse a Jesús. Fue lo que hizo la bienaventurada Virgen María, lo que lograron los bienaventurados que habitan en el cielo y a los que la Iglesia llama “felices”, “beatos”. Eso es lo que esperamos todos se dé en nosotros por la gracia y por la acción del Espíritu Santo.