El naturalista Plinio decía que lo más valioso en el mundo eran los diamantes y las perlas de Arabia o de la India. Crían los antiguos que éstas se formaban cuando las conchas marinas absorbían una gota de rocío y, luego, en el fondo del océano, la dejaban cuajarse y crecer.
En el Evangelio de San Mateo se cuenta que un mercader de perlas finas descubrió una perla de gran valor y la tuvo en tan gran aprecio que, para adquirirla, vendió cuanto poseía (Mt. 13,45-46).
Esa perla es símbolo de Cristo. Él es la perla preciosa por la que debemos dar cuanto tenemos: Padres, esposa, hijos, bienes y hasta la propia vida (Lc. 14,26). En comparación de Cristo, las demás cosas son basura (Fil. 3,7-8), son añadidura (Mt. 6,33; Rom. 8,32). A cristo hay que buscarlo con afán, gozarse plenamente al encontrarlo, y dejarlo todo para poderlo seguir.
Así lo enseñaron muchos escritores antiguos. Recordemos algunos textos: “Una sola es la perla preciosa, una sola es la verdad, que es Cristo. Y como se dice que la perla nace en la concha, que se abre a la luz y luego vuelve a cerrarse, y la engendran, así la luz y el rocío dándole su nitidez y esplendor, de igual manera Cristo fue concebido en el seno de la Virgen con el fulgor celestial del Espíritu Santo” (Teofilacto).
“La perla preciosísima, única entre todas, es la ciencia del Salvador, el sacramento de su pasión, el misterio de su resurrección” (San Jerónimo).
Pero esa perla debemos, una vez adquirirla, llevarla con gozo y con amor; esto es lo que enseña san Máximo de Turín cuando escribe: “Una perla no está bien sino engastada en oro. Sed, pues, oro purísimo, sed un joyel precioso, para que pueda estar en vosotros la perla espiritual, porque esa perla es Cristo”.
Y otro escritor, Cornelio a Lápide, añadía que Cristo debería ser la joya que adornase nuestra frente, el anillo que brillase en nuestros dedos, la pulsera que estuviese en nuestros brazos, la hebilla que realzase nuestro vestido, el medallón que decorase nuestro pecho y nuestro corazón.
