Servir no es fácil. No hablamos de aquellos pequeños servicios que se pagan con sonrisas o dinero, como cuando las propagandas comerciales dicen: “Denos el placer de servirle”. Nos referimos al sentido profundo de la palabra servicio: convertirse en esclavo, en siervo de los demás, sometiendo a ellos a la propia voluntad.
Sin embargo, eso fue lo que hizo Jesús que sin tener en cuenta su dignidad de Hijo del Altísimo, se humilló asumiendo la condición de siervo y muriendo como un esclavo (Fil. 2,5-8). Por eso lo llamamos “El siervo de Yahvé”.
Ese nombre, Siervo de Yahvé, lo aplica la Biblia a Moisés, Josué, a David, y de modo especial, a un personaje a quien el profeta Isaías dedica cuatro de sus cánticos (Is. 42,1-9; 49,1-6; 50,4-9; 52,13; 53,12). En ese personaje, el Nuevo Testamento ha visto anunciado a Jesús y ha iluminado momentos especiales de la vida y de la pasión del Señor con alusiones a dichos poemas.
Jesús es el Siervo sufriente que camina silencioso al matadero, es el Varón de dolores, ante quien se vuelve el rostro, es el que cargó con nuestras culpas. Su servicio no fue un alarde retórico, sino una actitud permanente, pues vino no a ser servido sino a servir; Él a pesar de ser Maestro y Señor, lavó los pies de sus discípulos; Él hizo siempre la voluntad de su Padre y en ella encontró su alegría; Él se entregó como rescate por todos. Él es, como le ora el apóstol Pedro a Dios: “Tú Santo Siervo Jesús” (Hechos 4,27).
La piedad cristiana venera algunos momentos especiales de ese servicio humilde y sangriento del Señor: El lavatorio de los pies, su prisión, su flagelación y coronación de espinas, los diversos momentos de su caminar hacia el calvario, su rostro escupido, ensangrentado, las llagas que lo lastimaron sobre todo las de las manos, los pies y el costado, su descenso de la cruz y su sepultura que después de tres días quedó vacía porque Dios lo exaltó para siempre (Is. 53,11).