Quiero hablarles de un tema que veo muy necesario y urgente. En nuestro tiempo se suele hablar muy poco de la ternura y mucho menos la vemos expresada en las relaciones familiares y fraternas. Uno de los desafíos más grandes de nuestro momento histórico es recuperar el valor de la ternura, la capacidad de acogida, de bondad en nuestras relaciones humanas.
La ternura que necesita el ser humano es ese amor compasivo que siente y comulga con el otro, que no se centra en la visión egoísta de uno mismo, sino que lucha por descansar en el otro con bondadosa atención y respeto. La ternura supone ir al otro, compartir sus penas, estar atento a sus desgracias, gozar con sus alegrías, acoger sus proyectos. No se trata de un sentimentalismo exagerado que lleva a la superficialidad en las relaciones.
El ser humano no sólo necesita del alimento corporal, el vestido, el trabajo, el estudio, la recreación, sino sobretodo de esa cordialidad humana, esa compasión creadora que invita a vivir, que abre cauces de intimidad e integra lo mejor de la persona.
La ternura es la mejor alegría del corazón. Y “un corazón alegre es como una buena medicina, pero un espíritu deprimido seca los huesos” (Proverbios 17, 22).
Cuando la ternura se vuelve una forma habitual de convivencia, se pone miel a las palabras, se facilita el diálogo enriquecedor, se rompen las cadenas de la agresividad, se abren los caminos de la justicia y de la solidaridad porque se estimula el acercamiento real a las personas, especialmente de las menos favorecidas. Los hijos así pueden crecer en el seno del hogar en un clima de cariño, exigencia y confianza. Los padres pueden sentirse así en un estado de apertura, de equilibrio y de atención amorosa.
Sueño con ese día feliz en que nuestras relaciones humanas frías y calculadoras se tornen en expresión de la finura y delicadeza del corazón de unos hombres y mujeres llenos de fe inquebrantable, de esperanza tenaz y de amor eficaz a la imagen de Jesús de Nazareth, el hombre manso y humilde de corazón (cf. Mt. 11, 29).