Había un hombre ciego que era muy sabio, según él. Tenía mucho conocimiento y mucha ciencia. Aseguraba que el mundo era oscuro, que sólo se debía palpar, que era imposible que existiera algo más que lo que se podía tocar. En el país de los ciegos se hizo muy famoso, con su filosofía dejaba boquiabierto a sus oyentes. Multitudes corrían a escucharle.
Un predicador pasó, y con las Escrituras le enseñó las verdades del Evangelio y de repente su ceguera desapareció. Supo que aparte de las cosas que él tocaba existían muchas más. Conoció que el cielo era azul. Supo que existían las formas en superficies planas y que aún los animales tenían pelaje de diferentes colores. También conoció que había cosas que no podía conocer sino por la vista, las nubes y las estrellas, y el sol que desde su condición terrenal, le era imposible conocer salvo por el calor que emanaba. Pero dándose cuenta que por ello perdería el tener la razón, su gloria y su fama, decidió no seguir por ese Camino.
Un día el predicador regresó y quiso convencerlo de que volviera a ver, pero ya no era posible, él mismo se había sacado los ojos.