Una espiritualidad es un conjunto de operaciones que realizamos para colaborar con el Espíritu: es ser dóciles a la acción del Espíritu Santo, como Jesús. Sirve para disponerse al Espíritu Santo, que actúa en nosotros y se deja sentir. ¿Cuáles son esas operaciones? Volvernos conscientes de cómo Dios funciona y de qué es lo que, en ti, estorba la acción del Espíritu.
Por eso orar es caer en cuenta de cómo Dios funciona; y al hacerlo, tú tomas conciencia de dónde estás impidiendo la acción del Espíritu. A eso se llega en la oración. Por eso la oración es un espacio privilegiado de gracia, donde tú percibes las llamadas o intuiciones de Dios para ti. El indagar a cada instante lo que Dios quiere de nosotros es obra del Espíritu Santo.
Entonces, ¿cómo hacernos conscientes de lo que el Espíritu quiere en nosotros? Nuestro problema es que hemos desviado la acción del Espíritu y le pedimos lo que no le corresponde hacer. Porque el Espíritu sólo hace lo que Dios quiere, y a nosotros se nos ocurre que haga lo que nosotros queremos. Por principio, esa es mi experiencia. Uno lo ve en uno mismo y en cualquier grupo de oración. Las peticiones siempre tienden a que Dios complazca nuestra voluntad.
Tratemos de comprender la lógica de la acción del Espíritu Santo, para ser más sensibles a ella. San Pablo es formidable en percibir esa lógica en una persona y lo expresa con finura. Si leyéramos el capítulo 8 de la carta a los Romanos, que nos habla de la vida del cristiano en el Espíritu Santo, e hiciéramos oración durante meses con este texto, detalle por detalle, dejándonos tocar, y viviéramos de acuerdo con eso, nos convertiríamos.
En primer lugar, ¿dónde está el Espíritu? Ustedes no están en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo haya muerto a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes (Rom. 8, 9-11). Pablo dice que en el cristiano está Cristo porque el Espíritu de Cristo lo habita. El que hace presente en nosotros al Resucitado es el Espíritu, y hace que nos saturemos de Dios porque toma posesión de nosotros personalmente. El Resucitado, dándonos continuamente su Espíritu, se hace sentir.
¿Qué pasa con nosotros si el Espíritu Santo nos habita? Que trata de actuar desde dentro de nosotros. Muchas veces lo tenemos amarrado y por eso no lo dejamos actuar. Toda persona tiene el Espíritu, pero a veces tan oprimido, tan atado, que no puede aflorar. Pentecostés es disponerse, abrirse a la acción del Espíritu para que Él pueda hacer su obra; es volverse dócil al Espíritu Santo, que va formando a Cristo en nosotros.
En segundo lugar, ¿qué hace el Espíritu Santo al interior nuestro? Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom. 8, 14). Y El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Rom. 8, 16). El Espíritu quiere hacernos semejantes a Jesús, que es el Hijo. Hacernos hijos de Dios, por la misma razón que Jesús: por participación de la divinidad en nosotros. Jesús es el Hijo por plenitud de la Divinidad, como dicen las cartas de san Pablo (cf. Col. 1, 19; 2, 9; 3, 11; Ef. 3, 19; 4, 13).
En nosotros, según dice el Concilio Vaticano II en G.S. 22, el Hijo de Dios se une a todo hombre. O sea que tenemos al Hijo de Dios encarnado en nosotros. ¿Para qué se encarna en nosotros? Para que seamos hijos de Dios. Quiere decir que solamente por participación de la Divinidad somos hijos de Dios. En nosotros está presente Dios, buscando que nos abramos. Realmente abiertos a Dios somos hijos. Ser hijo no es un título, sino una participación real de la humanidad de Jesús en nosotros. Se es hijo por participación, en obediencia a la Divinidad.