Sanarse es recibir a Jesús

La enfermedad espiritual

La Palabra de Dios nos enseña que todos estamos salpicados con el lodo del pecado. Esa verdad aparece por doquiera en la Biblia. Recordemos al respecto un episodio conmovedor.

En un forcejeo de amor, Abraham obtuvo de Dios que prometiera el perdón a unas ciudades pecadoras, si en ellas encontraba algunos hombres justos. Primero Abraham propuso cincuenta hombres buenos, como precio del perdón; luego, cuarenta y cinco; después, cuarenta; enseguida rebajó el número a treinta; más adelante, a veinte y, finalmente, a diez. Pero en las ciudades pecadoras no se hallaron los diez justos. Sólo cuatro habitantes escaparon del castigo, y no por ser justos, sino por pertenecer a la familia de Abraham (Gén. 18, 16 ss).

Si hojeamos las páginas bíblicas, encontramos el texto de Isaías que exclama: Somos impuros todos nosotros; como paño inmundo, todas nuestras obras justas. Caímos como la hoja todos nosotros, y nuestras culpas como el viento nos llevaron (Is. 64, 5). Páginas más adelante hallamos estas frases: Recorran las calles de Jerusalén, miren bien y entérense, busquen por sus plazas a ver si topan con alguno que practique la justicia, que busque la verdad, y yo lo perdonaré (Jer. 5, 1).

Siguiendo nuestra lectura, aparece este pasaje: La casa de Israel se me ha convertido en escoria: todos son de cobre, estaño, hierro, plomo en medio de un horno, escoria son (Ez. 22, 18) y luego este otro: He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera y no he encontrado a nadie (Ez. 22, 30).

Otro profeta, Oseas, expresa la misma idea con otra bella imagen: Como los animales buscan su querencia, así el pueblo busca la infidelidad, y cuando a cosas altas se lo llama, ni uno hay que se levante (Os. 11, 7).

También en el Nuevo Testamento se encuentran pensamientos parecidos. Pablo nos enseña que la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron (Rom. 5, 12), que por el delito de uno, todos fueron constituidos pecadores (Rom. 5, 19) y Juan nos advierte que si afirmamos no tener pecado, somos mentirosos y autoengañados (1 Jn. 1, 8-10). En esta materia, nadie puede lanzar la primera piedra. Todos somos pecadores (Jn. 8, 7), todos estamos enfermos en el alma, todos necesitamos sanación espiritual.

¿Qué es pecar? ¿En qué consiste el pecado? El catecismo dice que es pensar, decir, hacer o desear algo que está contra la ley de Dios. La Biblia, en un lenguaje más concreto, alude al pecado como un volverse a lo que no es nada, disparar y no dar en el blanco, como si se tuviera un arco engañoso (Os. 7, 16), romper la alianza de amor pactada con Dios, serle infieles, prostituirse, decir “no” a nuestro Creador y dueño, rechazar su amistad.

El remedio divino

Ante la debilidad del hombre, Dios tiene una respuesta: el perdón. Apenas el pueblo peca, Dios empieza a planear su curación, como un padre que se entera de la enfermedad de su hijito. Por eso, en el diálogo que sigue al primer pecado, aflora la promesa de un Redentor (Gén. 3, 15).

La Biblia narra la historia de la salvación del pueblo de Israel, y también la historia de la sanación espiritual de cada uno de nosotros.

Las páginas bíblicas dicen que Dios perdona. Él es un Dios perdonador, un Dios de perdón, cerca de Él moran el perdón y la misericordia. En la misericordia está su deleite (Éx. 34, 7; Is. 1, 18-55; Dan. 9, 9; Neh. 9, 7; Miq. 7, 18).

Las alusiones al perdón parecen perlas en el joyero de la Biblia: allí encontramos que si nuestros pecados son una llaga, Dios los cura (Is. 1, 6; 30, 26; Jer. 30, 17), que si son una mancha, Él los lava (Is. 1, 16-18; 4, 4; Jer. 4, 14; Sal. 51, 2; Hch. 22, 16; Ap. 1, 5), que si son una carga, Él nos ayuda a llevarla, tomándola sobre sus hombros (Is. 38, 17) o que si fueran un fardo inútil, como el cadáver de un hombre muerto en un buque, Él los envuelve y los arroja en el mar (Miq. 7, 19). Él perdona nuestras faltas, pasa por alto nuestros delitos y rebeliones; los borra, como si fueran un error que se quiere enmendar (Is. 1, 18; 43, 25), los quita del mundo, como se quita un obstáculo (Jn. 1, 29) y los olvida para siempre (Miq. 7, 18; Hch. 8, 12; 10, 17).

Cuentan que una mujer quería averiguar los pecados que hubiera cometido su confesor. Con ello deseaba tener una prueba de que Dios le revelaba cosas ocultas, y un argumento para atestiguar la veracidad de algunas revelaciones que recibía de parte del Señor. Pero éste le dijo que ese sacerdote no tenía pecados. Cuando la mujer le contó al sacerdote la petición que había hecho a Jesús y la respuesta que el Señor le había dado, el confesor replicó: “Ahora sí acepto sus revelaciones. Porque aunque he pecado mucho, me he arrepentido y he suplicado perdón, y Dios dice que perdona y que olvida los pecados”.

Un buen ejercicio espiritual sería buscar las expresiones que la Biblia usa para comunicarnos esa consoladora verdad: la Palabra revelada nos enseña que Dios es un juez que retira las sentencias (Sof. 3, 15), que su perdón es tan grande que si el pecado abunda, sobreabundan la gracia y el amor (Rom. 5, 15), pues su misericordia todo lo llena. Es lo que dijo el cura de Ars a una mujer cuyo esposo se había lanzado desde un puente a un río: “No se aflija, señora, que entre el puente y el río está el abismo de la misericordia del Señor”.

Jesús médico

El nombre de médico parece muy apropiado para Jesús, pues, mientras ejerció su ministerio, sanó enfermos y lo sigue haciendo en la actualidad a través del ministerio de muchos carismáticos.

Por ese nombre, le conviene a Jesús, sobre todo como sanador del pecado. Precisamente, muchas de las sanaciones físicas realizadas por el Señor son el signo de la curación espiritual que Él desea realizar en su pueblo.

Las letanías de la “buena muerte” repiten sin cesar esta petición: “Jesús misericordioso, ten compasión de mí”.

Ese es el grito que debe brotar desde lo íntimo de cada hombre: “Jesús, tú eres la misericordia de Dios, tú viniste a perdonar los pecados, a restañar las heridas del alma, a restablecernos en el amor. Tú eres el Dios misericordioso: ten compasión de tu pueblo. Sánanos, Señor”.

Jesús empezó su ministerio predicando la conversión de los pecados; acogió a los pecadores y compartió con ellos, porque afirmaba que son los enfermos quienes requieren del médico; curó enfermedades físicas para expresar que también sanaba las espirituales; derramó su sangre para hacerla medicina de sus verdugos; envió el Espíritu Santo para que fortaleciese el ministerio apostólico de perdonar o retener pecados y, finalmente, envió a sus discípulos a construir un reino de justicia y de paz.

Por eso, en la Edad Media, se hicieron esculturas y vitrales de Cristo, vestido de médico, cerca al cual había frascos de medicinas con rótulos como: fe, amor, justicia, paz, perdón, eucaristía, reconciliación, etc.

A ese médico divino debemos recurrir los enfermos del alma. Si cuando se ora por sanación física o interior, acuden multitudes, cuando se ora por sanación espiritual no debería faltar nadie. El Señor es especialista en todos los males del alma. Su diagnóstico es preciso; la consulta, gratuita; su remedio es panacea. Él sabe transplantar corazones, renueva las fuerzas, quita todo cansancio, tiene remedio de inmortalidad y llega a infundir vida nueva, haciendo renacer, pues Él mismo es la Resurrección y la Vida.

Para sanarse en el alma, hay que encontrarse con Jesús y hablar con Él. Para ello no se requiere un largo viaje ni muchas horas de espera ante un consultorio ni pedir cita con anticipación. Él mismo va recorriendo todos los caminos, buscando los enfermos, como un pastor al que se le hubiera extraviado alguna oveja, o como un viajero que al ver un herido detuviese la marcha, se inclinase ante el enfermo, lo curase y asumiese luego los gastos ocasionados. Basta gritarle a Jesús, como lo hicieron algunos ciegos, para que los ojos del alma se llenen de luz; basta abrirle la puerta del corazón, como lo hizo Zaqueo, para que nos visite y traiga la salvación a nuestra casa; basta pedirle que diga una palabra sobre nuestra alma pecadora porque, como si fueran soldados a la voz de su jefe, los males le obedecerán.

Algunos, al encontrar a Jesús, podrían decir como Pedro, tras la pesca milagrosa: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Pero lo que habría que exclamar sería: “Acércate a mí, Señor, para que me sanes, porque estoy enfermo de pecado. Di tu Palabra, impón en mí tus manos”. O como el ladrón arrepentido: “Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”.

Sanarse espiritualmente es una necesidad para los cristianos y una posibilidad que se nos ofrece gratuitamente a quienes creemos en Cristo, y que ninguno debería desperdiciar.

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