Lectio Divina – María, Madre de la Iglesia

Juan 19, 25-34: María, Madre de la Iglesia

Prolongamos la celebración de Pentecostés poniendo en el centro de nuestra atención a María como Madre de la Iglesia.

Este don de la maternidad de María tiene que ver con la Pascua y con Pentecostés, es un don del Espíritu Santo para la Iglesia y la humanidad entera.

Precisamente, hace dos años, en 2018, el Papa Francisco estableció que al día siguiente de la solemnidad de Pentecostés, la Iglesia universal celebre la memoria de María Madre de la Iglesia.

El título “Mater Ecclesiae” ya estaba en las letanías lauretanas y el Papa Pablo VI, en medio del Concilio Vaticano II, cuando concluyó la tercera sesión, ya la había declarado Madre de todo el pueblo cristiano. Si bien, como veremos, la raíz misma está en los datos el Nuevo Testamento.

Celebrarla, entonces, no era una novedad absoluta. Ya en Argentina, en Polonia y en algunas órdenes religiosas particulares esta celebración ya existía, pero como memoria facultativa y con lecturas que nos ayudan a iluminar el misterio de la maternidad espiritual de María.

La novedad estuvo en dos detalles: en su universalización, de unos pocos a todos, y en el lugar significativo en el que quedó ubicada, justo al día siguiente de Pentecostés.

Esta ubicación es lo que le da relevancia, porque expresa la particularidad de la maternidad de María con respecto a la Iglesia. Justo al día siguiente de Pentecostés porque María ha ejercitado su maternidad orando con los apóstoles en el cenáculo y porque se hacen verdaderas las palabras de Jesús en la cruz a ella y al discípulo amado: “He ahí tu hijo, he ahí tu madre”.

La maternidad de María es un don del Espíritu Santo. Uno siempre tiende por impulso a hacer una conexión de este tipo: así como María es la madre de Jesús, entonces es también la madre de la Iglesia de Jesús. Pero en realidad hay algo más de fondo y es que se trata de un don del Espíritu Santo.

Pues sí, la maternidad de María tiene que ver con la venida del Espíritu Santo, es un signo de la presencia del Espíritu Santo lo testimonia la misma Sagrada Escritura.

El Espíritu Santo está presente en María desde el alba de su concepción, la hizo inmaculada, “llena de gracia” (Lc 1,28), cuando la preservó de las consecuencias del pecado original.

El Espíritu Santo está presente en el día de la anunciación, cuando María dice su sí al anuncio de que “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35). Esto se va a constatar en la escena siguiente, en la visitación.

El Espíritu Santo acompaña toda la vida de María hasta hacerla llegar a la cruz (Jn 19,25-27).

El Espíritu Santo acompaña a María dentro de la unidad de los primeros discípulos de Jesús reunidos en el cenáculo, allí ella ora, persevera y cultiva la unanimidad de la comunidad (Hch 1,12-14).

El vínculo entre el Espíritu Santo y María es muy fuerte. Por tanto, allí donde María vive esta responsabilidad con respecto a esta pequeña comunidad, con respecto a quien anuncia la resurrección de los muertos, esto es lo que adquiere relevancia como signo de su presencia.

María es madre de la Iglesia, pero ¿qué mamá es María para la Iglesia?

Es una madre que ante todo construye pertenencia. La tarea de una mamá no es sólo la de dar la vida, su tarea es también la de introducir en la vida.

Ahora bien, puesto que nosotros no caminamos solos, somos parte de un pueblo, del pueblo de Dios, la tarea de la maternidad de María es la de hacernos entrar a este pueblo de creyentes al que pertenecemos.

Y esto comporta para nosotros el ser constructores de unidad, porque si yo pertenezco a un pueblo, hay algo que me une a los otros. No soy un individuo aislado que gira de un lado para el otro, como si no supiera para dónde coger o lo que tiene que hacer. Pertenezco a un pueblo con el que comparto una llamada de fondo y esta llamada de fondo es participar en la resurrección de los muertos.

Es una madre que es signo de protección. Madre protege la vida, la fragilidad del pequeño, es siempre brazos: brazos que levantan, brazos que abrazan, brazos que se abren, brazos que aprietan contra el pecho, brazos que alimentan, brazos que señalan, brazos que corrigen, brazos y manos que dan todo lo que tienen, brazos que se levantan en oración cuando las cosas se les salen de las manos.

El sentido de la maternidad que es generar y que es protección, también se percibe en la ternura. Cuánta ternura hay en la presencia de María, mujer maravillosa, nos remite continuamente al sentido auténtico de la maternidad.

¿Qué le agrega María, en cuanto madre de la Iglesia, a este don de la maternidad?

Le agrega una responsabilidad, un amor dilatado, en el sentido en que María ha recibido la tarea de preocuparse de la comunidad cristiana y de todo ser humano, no sólo de los que siguen a su hijo Jesús sino de todo ser humano, uno por uno.

Si María es una mujer nueva, el Espíritu Santo la ha hecho capaz de vivir el amor por el prójimo hasta el fondo. El por el otro se verifica en el ocuparse del otro con inteligencia y responsabilidad. Y los asume completamente, no hay hijos o hijastros, para todos se ofrece el mismo amor.

Exploremos un poco más.

El título de María madre de la Iglesia es tan antiguo como el evangelio mismo y por eso hoy nos remite a su fundamento, a las mismas palabras de Jesús en la Cruz.
El Cristo agonizante pronuncia las palabras: “Mujer he ahí a tu hijo. He ahí a tu madre”.

Jesús le entrega al discípulo amado a María porque ha sido capaz de estar sobre la cruz.

“Junto a la cruz estaba…”

Hay que saber estar junto a la cruz.

Y se puede estar de diversas maneras: se puede estar como otras mujeres que permanecían a distancia, o como las mujeres que tenían el oficio de llorar a los muertos y de desesperarse, las que aparecen en el camino de la cruz, pero era un libreto. Se puede estar como aquellos apóstoles a los que les ha costado tanto trabajo entender la cruz y la rechazan y por eso no quieren estar ahí presentes. Se puede estar junto a la cruz como los soldados que se burlan y les hacen mofa a los crucificados y deturpan y deshonran con prepotencia el cuerpo que había sido deshonrado por la flagelación.

María nos enseña a estar junto a la cruz de la manera correcta.

El único modo de estar junto a la cruz, como dice el Concilio Vaticano II, es asociarse a lo que Jesús está haciendo, a su ofrenda personal de sí mismo, porque sólo esta entrega puede destrozar el circuito demoníaco del odio.

Cuanto más nos asociamos a esta ofrenda que rompe con el circuito demoníaco del odio, tanto más sabemos estar junto a la cruz como María.

Junto a la cruz, María no es una madre que se pone agresiva porque atacan a su hijo. María aparece con una actitud diferente, correcta, amorosa. Se involucra en lo que Jesús está haciendo, como le había dicho Simeón: una espada te atravesará el alma.

María es una madre en la carne y en el Espíritu. Ha dado a luz un hijo con dolores de parto y al mismo tiempo es hija y discípula.

¿Con una madre así qué se le pide a la Iglesia?

Detengámonos en la segunda frase de Jesús: “He ahí tu madre”, se podría traducir más exactamente: “Mira, es tu madre”.

Este verbo en imperativo se dirige a todo discípulo: “Mira, ten tu mirada fija en María”. Es el último mandamiento del Señor moribundo a su discípulo: “Si quieres ser discípulo, mira a María, aprende de ella, de sus gestos, de sus palabras, de sus silencios; déjate educar y formar por ella, como lo hace toda madre con sus hijos. Y repite su escucha, su alabanza, su actitud protectora, su fortaleza, su capacidad de ser madre incluso en el momento en que un hijo muere y otro hijo le es dado”.

Se le pide que aprenda de ella la ternura, el buen trato. Hay una búsqueda de justicia, de fraternidad, un gran profetismo, pero al que le puede faltar la ternura.

María le recuerda esto a la Iglesia: que en todo lo que haga esté presente ese toque femenino y materno en ese compromiso por la justicia y la liberación y la promoción de cada persona.

Para poder hacerlo verdaderamente se necesita de esa ternura que es virtud de los fuertes. Ternura es una debilidad fuerte. Que la Iglesia no pierda una parte esencial de su identidad.

María supo vivir la ternura en sus exigencias más altas y libres de sentimentalismos azucarados o destemplados. La ternura de María no es simplemente la de la caricia. Si nos quedamos con eso, caeríamos en sentimentalismo azucarado.

Es tierna porque esta es una manera de cambiar las cosas desde dentro con respeto y sin violencia ni maltrato. La ternura es eficaz.

Es tierna porque sabe transformar una gruta para animales en una casa donde hay salud, condiciones de vida para un recién nacido, donde hay cuidado y amor.

Es tierna porque cambia las cosas, ella ha cambiado la gruta en una casa y ha cambiado la brutalidad del calvario en un abrazo, en el comienzo de una nueva casa donde madre e hijo se reciben mutuamente.

A cada uno le repite hoy el Señor: “He ahí tu madre”. Nos lo dice como Iglesia, ella es Madre de la Iglesia. Nos lo dice a cada uno: redescúbrela hoy en tantas madres que están a nuestro lado. Redescúbrela la presencia de tantas mujeres que son fuerza de nla Iglesia, en tantas servidoras que están ahí en medio de todo. Redescúbrela en todo el que haya ayudado a vivir, en numerosas madres que han aparecido como un regalo en el camino de nuestra existencia, en todo el que todavía hoy nos sostiene en la vida.

Es así como en la maternidad de la Iglesia por parte de María hoy se anuncia la novedad del evangelio.

Y de María aprendemos también de las dos miradas. Justo allí en el calvario, en el vértice del dolor, no hay gente que ora sino un Jesús que implora: “Conquista ojos de madre, mira con ojos de hijo, son los únicos que ven verdaderamente”. Es una invitación para convertir la mirada con la que se ve el mundo y el corazón con el que opera el mundo. Para que cambiemos las manos con las que recibimos y damos la vida.

Nuestra vocación como Iglesia madre es proteger, cuidar, amar. Pues sí, custiodiar la vida con nuestra vida, sobre todo allí donde la vida languidece y está cerca de extinguirse.

Termino haciéndole eco a una enseñanza del Papa Francisco al establecer esta memoria de María Madre de la Iglesia al día siguiente de Pentecostés como si estuviéramos con ella todavía en el cenáculo, como si los apóstoles llenos del Espíritu se dirigieran a ella para venerarla y aprender de ella la tarea maternal que le compete a la Iglesia de todos los tiempos. Son palabras de magisterio que sintetizan lo que hoy contemplamos y celebramos en la liturgia.

“La maternidad de la Iglesia se pone en continuidad con la de María, como un prolongamiento suyo en la historia. La Iglesia en la fecundidad del Espíritu continúa a generar nuevos hijos en Cristo. El nacimiento de Jesús en el vientre de María es de hecho preludio del nacimiento de todo cristiano en el vientre de la Iglesia. Desde el momento en que Cristo es primogénito de una multitud de hermanos, es el modelo de todos los que hemos nacido en la Iglesia. Mirando a María descubrimos el rostro más bello y más tierno de la Iglesia, y mirando a la Iglesia reconocemos el delineamiento sublime de María. Los cristianos no somos huérfanos, tenemos una madre y esto es grande, no somos huérfanos. La Iglesia es madre, María es madre”.

¿Qué mejor madre cuida a sus hijos, los de la Iglesia y la humanidad entera en esta cuarentena?

¿Quién se pone a nuestro lado cuando nuestra esperanza ha estado herida de muerte en este Calvario porque pasan muchas familias con tantos enfermos, tantos funerales, tantos desempleados, tantas carencias, pero también tantas ganas de reinventar el mundo?

Pues María, no hay mejor madre.

Ella la que estuvo allí cuando se rompía el hilo de la vida, ella la que estuvo también en el cenáculo cuando con el poder del Espíritu Santo comenzaba a renovarse la faz de la tierra.

Esta celebración nos lleve a responder como el discípulo amado: “Y él la recibió en su casa”, o sea, la recibió como su madre.

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