Es la Palabra de Dios la que nos permite en nuestra vida aprender a corregir muchas de las conductas que nosotros, de modo desacertado, tenemos en nuestra relación con Dios. Una de las cosas que debemos pensar es cómo se logra vencer en la batalla contra el Maligno, cómo se logra ser vencedor contra las fuerza del mundo, cómo logramos salir avante en nuestros proyectos, en las cosas que queremos y deseamos.
Hay una costumbre generalizada, desafortunada, y es que a veces por una mala formación hemos “deificado” ciertos objetos, cosas, es decir, hemos convertido o le hemos dado a las cosas un poder que no tienen y hemos olvidado a Dios y nos hemos quedado con las cosas que le representan o que nos lo recuerdan.
Cuando entramos a nuestros templos, en ellos tenemos figuras, imágenes. Una de las tentaciones que se tiene es creer que de ellas emana un poder salvador y por eso por eso no falta el que se acerca, la toca y se hace la señal de la cruz.
No hay tal poder en las imágenes; no hay objetos con poder. El único poder procede de la persona de Dios, no de las cosas que le han sido consagradas.
El A.T. en 1ª Sam. 4,1-11 nos da indicio de esto. Los israelitas eran personas muy religiosas, pero tenían demasiados enemigos a su alrededor, entre ellos los filisteos. Aunque era un pueblo que tenía terminantemente prohibido hacer imágenes de cosa alguna del cielo o de la tierra y rendirle culto, hubo un momento en que sin darse cuenta terminaron rindiendo culto y reverencia a dos cosas: el Templo de Jerusalén y el Arca de la Alianza.
Su tenencia les hacía sentir seguros y pensaban que de ninguna manera podía pasar nada malo a su pueblo mientras estas dos reliquias fueran de su posesión. No se percataron que poco a poco, el Arca y el Templo se convirtieron en objetos deificados, casi hasta llegar a ser amuletos. “Es el Templo del Señor, el templo del Señor”, repetían casi como un mantra de protección.
Las batallas en las que se vieron enfrascados iban muchas veces precedidas del Arca, un objeto descrito perfectamente por el libro del Éxodo 25,10ss, en el que ellos afirmaban hacía “presencia” Dios con toda su divinidad. Pero extrañamente, en esta batalla contra los filisteos, cuando el Arca fue traída de Siló, no solo fueron duramente derrotados sino que además el Arca fue secuestrada. ¿No era Dios mismo en medio de su pueblo en batalla? No. Era un objeto sagrado, pero no era Dios.
¿Qué fue entonces lo que pasó? Los israelitas habían abandonado a Dios para quedarse cómodamente con las cosas que lo representaban creyendo que los objetos los podían salvar; cambiaron al Dios de las cosas por las cosas de Dios. En medio de la batalla no era a Dios al que tenían, pues no iban reverentes y obedientes al Señor sino que fueron con un objeto que habían vuelto amuleto de salvación.
Ningún objeto religioso nos da la salvación ni nos da la victoria contra el pecado y la tentación, lo que nos da la victoria en la batalla es la obediencia irrestricta, el culto auténtico al Dios de los cielos.
Muchos años después también el Templo sería destruido por primera y segunda vez para nunca más volverse a reconstruir. El Arca desaparecería en un momento de la historia y ellos llegaron a comprender que sólo Dios mismo tiene el poder de salvar y sanar.
Hoy es necesario volver a las fuentes de esa salvación, a recordar que cualquier reliquia, imagen o cosa sobre la que se ha pronunciado una bendición no reemplaza en modo alguno nuestra relación con Dios y que no hay nada en absoluto que nos pueda salvar sino solo el amor de Dios por medio de Jesucristo.
La vida sacramental, Bautismo, Penitencia y Eucaristía-presencia REAL de Jesús en la tierra- son las herramientas verdaderas por las cuales el Señor quiere llegar a cada humano, a cada uno de sus hijos, pues por medio de ellos es Dios mismo quien se acerca con ternura para hacer de nosotros nuevas creaturas y salvos en su nombre; a esto, añádale la lectura asidua de la Palabra, la vida en comunidad y el cumplimiento fiel de sus preceptos.
Los mejores altares para la divinidad son aquellos que se han erigido en el alma y que tienen como pedestal un corazón contrito y humilde. Imagen, imagen es, pero ninguna contiene a Dios, sólo le representan, ninguna es Dios. Sólo la EUCARISTÍA es Dios y ante ella, toda rodilla ha de doblarse, en el cielo, en la tierra y en el abismo y toda lengua debe proclamar que Jesucristo es el Señor, para la gloria de Dios.