Cada Viernes Santo estamos invitados a subir con Jesucristo hasta el Calvario. Todos podemos hacerlo. El Maestro, desde ese monte, nos va a dar su lección. Desde su pulpito, que es la cruz, se divisa todo el universo. La asamblea que lo escucha la forman hombres de todas las épocas. Hasta todos ellos llegan los ecos de la voz del Señor.
De los crucificados se decía que les cortaban la lengua, porque mientras agonizaban se deshacían en improperios contra sus verdugos, y también contra sus propios padres, contra su nacimiento, contra la vida, contra los hombres…
Pero Jesús no va a maldecir. El sólo sabe bendecir. Sus labios sólo hablan de lo que rebosa el corazón, y el corazón de Jesucristo estuvo lleno de amor. Por eso a muchos cristianos las palabras del Maestro crucificado les han resonado como una melodía. Con razón un monje español escribió: “Oye, alma mía, la dulce música de aquellas siete palabras que tu Rey cantó en el arpa de la cruz”.
Hablamos de Siete palabras. Unos evangelios traen unas; otros, otras. Son siete frases que nos recuerdan cómo los cristianos del primer siglo meditaban en la pasión de Jesús.
“PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN” (Lúc. 23,34)
Esta frase la cuenta Lucas, el evangelista de la misericordia. Jesús había dicho: “Orad por los que os persiguen”, y ahora, enclavado en la cruz, se mostraba coherente con su doctrina.
Es la hora de la oración. El Hijo suplicaba al Padre. No pedía nada para El, ni siquiera que se apartara el cáliz de su dolor, sino perdón para quienes lo llevaban a la muerte, porque “no saben lo que hacen”.
¿Realmente ignorarían el alcance de su delito Anas y Caifas, quienes urdieron la trama? ¿No lo sabría Pilato, el que se lavó las manos? ¿Y Heredes, quien lo vistió como un loco, y el populacho, que exigió su crucifixión, y los soldados, y los fariseos, que lo habían espiado a lo largo de meses y le lanzaban burlas, como si fuesen piedras capaces de aplastarle?
Ellos creían saberlo, pero de veras desconocían que se estaban burlando del Rey de la Gloria que estaban azotando al Fuerte, vilipendiando al Santo y matando al Inmortal. Su ignorancia los salvó. Cristo los declaró inocentes, los lavó con la misma sangre que ellos estaban derramando (1 Cor. 2,8).
Perdonar de verdad es una acritud apenas creíble. Tanto que en algunos manuscritos del evangelio de Lucas, esas palabras fueron suprimidas. Parecía a algunos imposible que Jesús orara así. Era un escándalo. Sin embargo, ya el profeta Isaías lo había predicho desde hacía siglos: “Oró por sus transgresores” (53,12).
El perdón de Cristo nos cobija también a nosotros. En sus llagas somos curados. Aunque nuestras faltas sean como la grana, quedamos blancos como la nieve. El no tiene en cuenta nuestras culpas. ¡Hizo de ellas un fardo y las arrojó al mar! Las borró, las olvidó, ya no las mira.
El ejemplo de Cristo nos desafía. También nosotrosdebemos perdonar. En Colombia, arada de violencia, ¿será posible perdonar? En un mundo lleno de crímenes y de engaños, ¿será posible el imposible perdón? Cada Viernes Santo es ocasión para aprender la lección del perdón. La del perdón total, la del perdón gratuito, la del perdón sin límites, del que decía San Pablo: «Perdónense mutuamente siempe que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo».
HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO (Lc. 23,43).
Al criminal que escuchó estas palabras lo llaman «Buen Ladrón». En realidad no hay ladrones buenos. Robar es malo. Sin embargo a ese hombre Jesús lo perdonó y le dio el cielo. El bueno fue Jesús.
Eran dos los malhechores que agonizaban con Jesús. Estaban en el mismo lugar, sufrían el mismo suplicio, se ahogaban en la misma tarde de tinieblas y tempestad. Pero sólo uno leyó el mensaje del amor y de la misericordia en los ojos y en el rostro de Jesús, y le gritó:
«Acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino». Ni siquiera pidió perdón. Sólo suplicó que se acordara. Dio testimonio del Rey. De ladrón se hizo mártir. Quiso morir con Cristo ya que no podía morir por El, y pareció que Jesús le contestara: Te compro con la roja moneda de mi sangre, en este mercado del Calvario, donde adquiero señorío sobre el universo, y te pago no con oro ni plata sino con mi vida. No te doy la mano, pues la tengo clavada, pero te doy mi amor y te doy la libertad.
Hoy estarás conmigo en el Paraíso: ¡qué rapidez, qué compañía, qué destino feliz! Ese hombre había llamado a la puerta del amor, había pedido y había buscado, y en el último momento encontró. No se robó el Paraíso, lo recibió de regalo. ¡Qué cosa tan provechosa es hablar con Jesús crucificado!
A los judíos crucificados les quebraban las piernas cuando caía la tarde. Posiblemente a ese facineroso, perdonado por Jesús, también se las quebraron. Pero sus huesos quebrantados no fueron obstáculo para que anduviese tras el Maestro en el camino de la salvación.
De ese ladrón no se celebra fiesta, pero él debería ser el patrono de los que confiesan a Cristo hasta el final, aunque debían arrastrarse para que les salpique la sangre de Jesús. Él nos enseñó a decir: «No te pido los primeros lugares, a la derecha o a la izquierda de tu gloria. Yo sé que el Padre los tiene reservados para quienes le agraden. Pero te bendigo porque me colocaste a la mano derecha de tu cruz».
«MUJER: ¡HE AHÍ A TU HIJO! HIJO, HE AHÍ A TU MADRE» (Jn. 19,26)
Jesús había sido desposeído de todo. Sólo le quedaba el amor de María, su madre, y la fidelidad del discípulo amado. Ahí estaba María, la Madre. Estaba de pie, cómo una antena que captaba todas las palabras y las miradas y el mensaje de amor que eran la muerte de Jesús.
Estaba María, la mujer, que había pedido en Cana que se transformara el agua de la vergüenza en el vino de la alegría. María, cuya vida fue aguardar «la hora» de Jesús.
Los antiguos escritores cristianos eran muy dados a subrayar el doloroso desprendimiento de María, que entregaba a su Hijo para recibir en cambio un discípulo. Pero quizá eso no fue lo importante, sino que ella se convirtió en la Madre universal, y que entonces se cumplieron las palabras de Jesús a sus seguidores: «No os dejaré huérfanos». Les dejó una Madre, una protectora, una abogada, un socorro, una auxiliadora.
Esos son los nombres con los que la piedad de los discípulos alude a María: la Señora que desde que murió Jesús ha querido compartir la morada de los creyentes.
No fue el discípulo quien debió cuidar de María, apoyarla y socorrerla. Es ella quien cuida y protege a todos los discípulos de Jesús. Nosotros le debemos abrir las puertas de nuestros hogares a María, pero ella nos abre de par en par su Corazón.
En Colombia la veneramos como Reina. En todos los caminos de la patria se alzan sus imágenes, todos los labios la invocan con amor. Ella es la Madre de la Iglesia, la Madre de Jesús y la Madre de los discípulos de Cristo. Ella es el legado precioso que el Señor nos dejó cuando moría.
«DIOS MIÓ, DIOS MIÓ» ¿POR QUE ME HAS ABANDONADO?» (Mc. 15,34).
Esas son las palabras de un salmo, que el evangelista Marcos pone en labios de Jesús. El mismo autor alude a las tinieblas que cubrían la tierra y oscurecían el sol (Sal. 21,13-19).
Esas nubes opacas eran signo de la oscuridad que se cernía en el espíritu de Jesús: bañado en sangre, muerto de cansancio, febricitante, clavado, herido, coronado con la maldición de los campos que son las malezas y las espinas. Y además, humillado, desolado, desconsolado. Abandonado por Dios.
Entonces surgió la palabra misteriosa, incomprensible, difícil de explicar. La palabra de la soledad y la tristeza. La palabra que condensa la que hubiera podido ser «la última tentación» del Señor: sentirse abandonado por su Padre.
Todo hombre muere solo. Así parecía morir Jesús. Sin el consuelo de los hombres, sin la compañía de su Padre, de quien Jesús decía que nunca lo dejaba solo (Jn. 8,29).
Ahí estaba Jesús, cargado de pecado. Llevaba sobre sus hombros los pecados de todos. Como si hubiera mentido, calumniado, injuriado y maldecido sin límite; como si hubiera odiado, envidiado, atentando contra los demás; como si los hubiera herido o asesinado; como si hubiera sido injusto, codiciando lo ajeno o arrebatándole a la fuerza; como si hubiera conculcado los derechos del hombre; como si se hubiera hundido en el lodo del placer, o se hubiera embriagado con el cáliz de la soberbia y de la ira.
Asumió nuestras culpas, se sumergió en ellas, se hizo maldición. Era un gusano, una piltrafa ante quien se vuelve el rostro. Pero su desamparo fue nuestra fuerza; su abajamiento, nuestra exaltación, y su cautiverio, nuestra libertad.
«TENGO SED» (Jn. 19,28)
A lo largo del evangelio de Juan corre un río de agua viva. En el capítulo segundo, el agua se cambia en vino. En el capítulo tercero, el viejo Nicodemo aprende de los labios de Cristo que para entrar en el Reino de Dios hay que renacer del agua y del Espíritu Santo. En el capítulo cuarto. Jesús le pide de beber a una mujer samaritana y cuando éste lo rehúsa por sus prejuicios raciales. Jesús le habla del agua que brota hasta la vida eterna y que calma para siempre la sed de quien la bebe.
En el capítulo quinto, un paralítico se sana al entrar en una piscina; en el sexto. Jesús camina sobre las aguas; en el séptimo. Jesús promete ríos de agua viva; en el noveno, un ciego ve la luz cuando se lava en Siloé… y ahora, ya al concluir el evangelio, aparece Jesús muriendo de sed.
El, que creó los arroyos y las fuentes, y que hizo brotar torrentes de una roca, está sediento materialmente, y sediento de Dios, como tierra reseca, cómo cierva sedienta que corre por las montañas en busca de un manantial.
¡Tenía sed y le dieron vinagre que no quiso beber! (Sal. 68, 21-22). Él había prometido premiar un vaso de agua obsequiado en su nombre, pero ahora no encontraba con que acallar su avidez.
Jesús sigue teniendo sed y hambre y desnudez. El continúa clamando porque calmemos su necesidad. ¡Siempre es Viernes Santo! Siempre está El agonizando en la persona de los pobres y los enfermos. El siempre pidiendo y nosotros siempre ignorándolo, o tratando de anestesiarlo como los soldados que le ofrecían vinagre. Darle agua a los sedientos es como dársela a Cristo. El mundo siempre sediento de agua viva, y nosotros cerrando los grifos o evitando el acceso a las piscinas de Bethesda y Siloé.
«TODO ESTÁ CONSUMADO» (Jn. 19,30).
Esta palabra, que reproduce el evangelio de Juan, parece un canto triunfal. Ya concluyó la obra, ya culminó la tarea.
Jesús había realizado, a lo largo de su existencia, la voluntad del Padre. Había entrado en el mundo para hacer la voluntad de Dios (Heb. 10, 6), cumplirla era su alimento (Jn. 4, 34). Al acabar sus días, podía exclamar: «He concluido la obra que me diste» (Jn. 17,4.6).
Ya se habían cumplido las profecías. Las expectativas de Israel quedaban realizadas; los anuncios hechos a los patriarcas no habían sido en vano. Se había predicado el amor del padre y la salvación y el Reino. Se había sembrado el germen de la Iglesia. Había concluido la denuncia contra los ídolos y contra el egoísmo de los hombres! Su vida, su enseñanza, los milagros de Jesús: ¡todo estaba consumado! lo había hecho con absoluta entrega y con plena libertad. Parecía un atleta en el embalaje final, llegando casi a la meta, ante la expectativa del Padre y de los hombres.
Ya podía llegar. Ya podía morir. El sol de su vida se podía eclipsar para brillar luego con redoblado esplendor.
Él se había despojado: era ya hora de revestirse de su gloria como de Unigénito del Padre. Había venido del Padre y volvía al Padre. Era tiempo de dar el paso definitivo, de realizar su Pascua. En el reloj de la historia ya estaba por sonar las campanadas de la salvación. La hora de Cristo había llegado.
«PADRE EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU» (Lúc. 23,46).
Esa palabra la dijo Cristo con fuerte voz. No era un parte de derrota, sino de victoria. Moría y seguía viviendo. Se hundió en la muerte y despertó en la gloria. Era el Cordero inmolado y vencedor.
Esa fue su última oración. Así tiene que ser nuestra última plegaria, la que decimos al atardecer de cada día y la que diremos al anochecer de nuestra existencia: en tus manos. Señor, colocamos nuestro espíritu; en tus manos colocamos el día que pasó, nuestros esfuerzos y nuestros sudores, nuestra mente y nuestro corazón: lo que somos, lo que sabemos, lo que poseemos.
Como una fruta que se desprende del árbol, como una hoja que cae de la rama cuando la mece el huracán, así morimos. Señor esperando que nos recibas en tus manos. Jesús entregó el Espíritu. Era un frasco de perfume que se quebraba: se quebrantó el cuerpo de Jesús, mientras el perfume del Espíritu invadía la casa de la Iglesia.
La cabeza la inclinó. Siempre quedará vuelta hacia la tierra. El costado le fue abierto, para que por esa puerta que conduce a su corazón tuviéramos entrada al definitivo refugio, ya que para que de allí, de la sede del amor, brotará agua y sangre, bautismo y eucaristía y con ellos brotara la Iglesia, Nueva Eva, formada del pecho del Nuevo Adán, dormido en el árbol de la cruz. Ante Cristo que muere para damos vida, sólo queda decir: «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo».