Violencia, droga, injusticia, guerra, muerte… son expresiones de un mundo que necesita reencontrar el sentido auténtico de la vida. No es fácil penetrar el verdadero espíritu de la navidad en medio de los ruidos que lo sepultan y distraen nuestra atención. Erróneamente se cree que la comercialización de la navidad, con la vorágine de gastos que nos envuelve y que tan ofensiva resulta para los desposeídos, es lo importante. Los cristianos hemos de tener claro que todo se centra en la Buena Noticia del Misterio Pascual, fiesta por excelencia, de la que se desprenden las demás celebraciones en la Iglesia.
Los tiempos cambian y las modas mueren; siempre estamos buscando lo novedoso, lo extraordinario, pero falta al cristiano vivir con espíritu nuevo lo antiguo. Por eso las palabras memoria, presencia, espera de que se habla en navidad, evocan el año litúrgico, en la memoria eficaz y profética del misterio de Cristo y su acción salvadora, cuyo centro es la Pascua que celebramos cada semana en “el día del Señor”. Este tiempo de navidad también está orientado hacia la Pascua, experiencia de la muerte y la resurrección del Señor.
Los textos del Antiguo Testamento y otros textos paulinos y de varios géneros, sobre Adviento y Navidad, significan la presencia de Jesús en el mundo. No se trata de la segunda venida de Jesús ni de celebrar su cumpleaños, como muchos piensan, sino del significado de Jesús en el mundo, por dos razones:
Primero, porque como Resucitado, produce cambios fundamentales en el ser humano: nos saca de nuestra individualidad, egoísmo, codicia, violencia y pecado, y nos transforma en personas parecidas a Jesús, que se entregan solidaria e incondicionalmente por sus hermanos (1 Cor. 15, 3- 4).
Segundo, esta verdad no es solo abstracta: ¿cómo queda un ser humano si se deja mover por el Espíritu del Resucitado? Él acontece en la persona transformándola (Ro. 6, 3-4). Se trata, pues, de que seamos la presencia misma de Jesús.
El Misterio de la Encarnación no nos ofrece sólo un modelo para imitar en la humildad y en la pobreza del Señor en el pesebre, sino que nos capacita para ser semejantes a Él. Su manifestación conduce a la participación de su vida divina, por lo que el verdadero espíritu de la navidad consiste en vivir a Cristo que habita en nosotros por su Espíritu (Ro. 8, 9-12), y que actúa a través nuestro.
Los textos de Adviento y Navidad no hablan de que Jesús vuelva a nacer, sino del sentido de Jesús en la historia de la humanidad. Él nos muestra cómo es un ser humano solidario, y Jesús como Resucitado ya es la “causa” de transformación para que podamos ser testigos suyos (Heb. 5, 7-9). El espíritu de la navidad dispone a las personas a que se abran a Jesús resucitado que vive en ellas, para que sean la presencia viva, salvadora del Señor, portadores de esperanza y de paz, para llegar a ser la familia de Dios, en justicia social, en igualdad de oportunidades para todos. Es lo que se celebra en la Navidad.
El fruto de la navidad consiste en el compromiso de vivir como hombres y mujeres nuevas, por el Espíritu Santo que nos capacita, y que se concreta en una vida de comunión fraterna, de cuidado y solidaridad para con los débiles. Así se convierte el nacimiento de Jesús en una fiesta gozosa para todos los seres humanos a quienes viene a salvar.
Por eso la navidad nos vuelve solidarios y nos unifica como familia. Esta fiesta es esencialmente una fiesta de familia y de unidad de las familias. Unidad que conduce a la alegría cristiana, que no consiste en el consumismo inútil, en gastos superfluos, en parrandas y diversiones estridentes que llevan al desenfreno y la violencia, sino en el gozo y la alegría del compartir como familia. Oportunidad de reencuentro, de reconciliación, de oración, de perdón y de fiesta, porque la presencia del Señor nos hace cercanos, nos trae la alegría y la paz de su salvación.
Las características del espíritu de Navidad se hacen presentes en María, nuestra Madre y Maestra en la fe. En su espera y aceptación del Mesías, en su pobreza como actitud básica de apertura y acogida al Señor (Lc.1, 38-48), en su confianza absoluta en Él. Nuestra disponibilidad y obediencia a Cristo es la actitud de apertura real a la acción de Dios (1 Cor. 1, 26-31), es la victoria sobre nuestra autosuficiencia, orgullo, poder y riqueza. La mejor preparación y acogida del Don de Dios en esta Navidad es abrir nuestro ser al Mesías, que llega a transformar nuestra vida personal y nuestra historia comunitaria (Mc.1, 14-15; Ro. 8, 1-3). La esperanza de la navidad no puede ser inoperante, sino una disponibilidad al servicio total, bajo la fuerza del Espíritu. Como María, nosotros en la Iglesia nos ponemos en camino para anunciar el misterio salvador con el testimonio de vida y la fuerza de la Palabra (Lc. 24, 29).