Cómplices de la esperanza

Cómplices de la esperanza El adviento y la Navidad nos recuerdan la gran espera del Mesías por parte de nuestros antepasados en la fe, el pueblo de Israel. Él era la realización de la promesa que les ayudaría a vivir como una gran familia con todas las condiciones humanas, materiales y espirituales.

En Navidad la Iglesia canta el nacimiento del Hijo de Dios que es nuestra vida, que cambia nuestra existencia porque asume nuestras pobrezas, nuestros pecados, nuestras tristezas y nuestras esperanzas.

El evangelio de Lucas nos narra que los primeros que recibieron la noticia del nacimiento del Mesías fueron los pastores, personas con unos oficios muy humildes y a la vez considerados de dudosa reputación moral. Sin embargo, fueron los escogidos para recibir esta bella primicia:

No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 10-12)

El nacimiento de Jesús es un acontecimiento que nos toca a cada uno de nosotros y que toca nuestros problemas de modo que podamos verlos con corazón nuevo: la violencia, el narcotráfico, los secuestros, la crisis económica, el desempleo, la violencia intrafamiliar, las crisis matrimoniales y familiares, etc. Problemas que tienen un denominador común: el desgarramiento del tejido humano, el sufrimiento del hombre.

Hemos emprendido, en la comunidad Alegría, un camino de renovación humana y espiritual. Para llevarlo a término, debemos avanzar de la mano de la esperanza. Debemos esperar que algo pueda cambiar también en nuestra vida; que no es verdad que todo vaya a seguir, fatalmente, como hasta ahora y que no haya, para nosotros, nunca una nueva oportunidad. Esperar quiere decir que “esta vez” será diferente, por más que ya lo hayamos creído cien veces antes y que cada vez nos hayamos encontrado con dificultades personales, familiares y sociales.

Dios se conmueve ante la esperanza de sus criaturas. C. Pèguy, un poeta francés, hace hablar a Dios en estos términos: “La fe que yo prefiero es la esperanza. La fe no me asombra, yo resplandezco en el firmamento. La caridad tampoco; hay tantas tristezas en el mundo, que lo menos que pueden hacer estos hijos míos es unirse y amarse. Que esos pobres hijos vean cómo van las cosas y crean que irán mejor mañana por la mañana, esto sí que es asombroso. Y yo mismo me asombro de ello. Y es necesario que mi gracia resulte, en efecto, de una fuerza increíble”.

Ese es nuestro deseo: que la gracia del niño Jesús se manifieste grandemente sobre todo en aquellos que están junto a los enfermos, a los discapacitados, a los ancianos, a los que están viviendo momentos de crisis y confusión personales y necesitan razones para seguir adelante. Jesús está entre nosotros para recomponer el tejido humano destrozado, para hacernos vivir con dignidad y humanidad estas cosas, para abrirnos el corazón y la inteligencia.

Volvernos cómplices de la virtud de la esperanza a nivel de los esposos es aceptar que ninguna tentativa, aunque haya ido a parar al vacío, se ha malgastado o ha sido inútil, si es sincera. De cada una toma nota Dios, y su gracia será, un buen día, proporcional a las veces que hemos tenido el coraje de recomenzar desde el principio. Está escrito: Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse (Is 40,31).

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