Juan Jn 18,1-19-37: Asistir a la pasión de Jesús con los ojos de discípulo amado
En este día de la cruz los cristianos de toda la tierra nos detenemos para escuchar el relato de la pasión y de la muerte de Jesús, el Señor.
Los cuatro evangelios ponen a nuestra disposición esta extensa narración, desproporcionada con respecto al resto del relato de la vida de Jesús.
El relato de la Pasión según san Juan (Jn 18-19), es el testimonio de uno que se presenta como ‘discípulo amado’, y quien en la narrativa hace notar que sigue a Jesús paso a paso desde la captura del Getsemaní, hasta la crucifixión y muerte.
Se trata de un ‘testimonio’ en el que la memoria de los eventos no es simplemente contada, sino que pasa por una meditación serena y una contemplación amorosa sostenida por la fe en el Crucificado-Resucitado. Es diferente con respecto al de los otros porque brota de la fe del discípulo amado.
La suya es una praxis litúrgica y contemplativa que sabe acercarse a los hechos con una actitud de discernimiento que escruta y acoge la riqueza que hay en el último y definitivo gran signo de Jesús: su pasión, muerte y resurrección.
La aparción del Resucitado en Jn 20,20, donde expone las llagas de las manos y su pecho traspasado, es una clave interpretativa del relato de la pasión: en el camino de la pasión ya comienza a vislumbrarse la ‘gloria’ de la resurrección. Cruz y gloria son inseparables.
Puesto que el relato es extenso, esta vez quisiera hacer solamente una lectura global, para comprender el significado y captar la especificidad de su presentación de Jesús.
Se trata de una gloria que emerge de dentro de la oscuridad.
1. Una historia de violencia humana
Quien lee la pasión según Juan, rápidamente se da cuenta de que este relato cuenta la violencia sufrida por Jesús por mano de un grupo de personas.
Podríamos decir que la violencia sufrida por Jesús durante su vida, una violencia sobre todo verbal, a lo largo de una serie de juicios, murmuraciones y calumnias que arrojan sobre él, preparan el terreno para el momento crítico, el que explota en la traición de Judas y en la condena. Cuando llega la hora de la pasión los conflictos con los adversarios se convierten en persecución, tortura, ejecución de una pena de muerte.
Los adversarios habían dicho:
- ‘Sabemos que este hombre es un pecador’ (Jn 9,24)
- ‘Está endemoniado y fuera de sí’ (10,20)
- ‘Es conveniente que muera un solo hombre por el pueblo y no la nación entera’ (11,50; cf. 19,12).
Y fue así como llegaron a tomar la decisión de matarlo.
Llega el desenlace.
Todas las previsiones se cumplen, las más nefastas. Pero ocurre que es un destino que hay que comprender. No pasa sólo por un plan de Dios, no es sólo por la responsabilidad asumida, lo que prepara el fin de su vida. Hay algo importante que se examina.
¿Qué es lo que ocurre realmente en la pasión de Jesús?
Juan hace notar que Jesús no sufre a causa de su condición frágil y humana, por causa de su carne, sino debido a la violencia que le infligen seres humanos concretos, quienes frente a un hombre que aparece como un ‘justo’ no hacen otra cosa que cargarla contra él, porque no soportan ni siquiera el poder verlo (Sabiduría 2,14).
Jesús pasó por un sufrimiento enorme, fue ‘varón de dolores conocedor experimentado de todos los quebrantos’ (Is 53,3), como profetizó Isaías en el cuarto cántico del siervo sufriente que escucharemos en la primera lectura de la acción litúrgica de esta tarde. Si bien los evangelios, mucho más Juan, evitan exponer explícitamente ese dolor de Jesús.
En la pasión Jesús no sufre a causa de su naturaleza humana, sino porque otros lo atacan y violentan.
Jesús había conocido el sufrimiento humano en encuentros con todo tipo de personas enfermas y había luchado contra este sufrimiento. Pero en la pasión, el sufrimiento es diferente: ¡es el resultado de la violencia, de la injusticia, de la malicia de la gente!
Si seguimos despacio el relato de la pasión, nos damos cuenta que Jesús es capturado, atado, llevado ante la autoridad religiosa. En el interrogatorio dirigido por Anás es abofeteado por un guardia (Jn 18, 22). Luego pasa a manos de los poderosos de este mundo, por el representante del poder totalitario, Pilato. Jesús es azotado, coronado de espinas y burlado. Le hacen vestir el manto púrpura de los reyes, de los ricos, de los poderosos de este mundo (Jn 19, 1-2), el púrpura del poder de Babilonia (Ap 17, 5).
Cuando Pilato lo presenta ate la multitud, con los signos de la flagelación y la tortura bien notables y ridiculizado por el púrpura con los soldados lo cubrieron, dice: ‘Idoù ho ánthropos’, ‘¡Aquí está el hombre!’ (Jn 19,5).
Aquí está imagen central de Jesús en la pasión según Juan: Jesús es el hombre, el hijo de Adán, víctima de la violencia de su hermano, como ocurrir de Abel en adelante, (Génesis 4,1-16).
La crucifixión es sólo el acto extremo de esta violencia de la que el ser humano es capaz, hasta el punto de negarle al otro el derecho a existir, de vivir.
Jesús en la cruz no es un ícono del dolor humano en general, sino del dolor infligido por la violencia, por la voluntad del hombre, por su hermano.
Es el sufrimiento causado por una fuerza violencia, una injusticia que no queremos ver.
Preferimos sentir emociones por las víctimas del tsunami, de los terremotos, o de tantas otras formas de dolor que causa la naturaleza, en lugar de mirar con realismo el sufrimiento de las víctimas de la injusticia que reina en el mundo, que proviene de los errores y de las malas decisiones humanas y que dejan muchas más víctimas que las que hace la naturaleza. Es el sufrimiento de los que mueren de hambre, de los que están oprimidos, perseguidos, de los que se pudren en las cárceles, de los que son víctimas de guerras siempre decididas y dirigidas por los poderosos de este mundo, por los fabricantes de armas, por los que permiten el aborto o la eutanasia dejando un rastro inmenso de víctimas inocentes en el camino.
¡Jesús en la cruz es víctima de esa violencia!
Es lo que decimos cuando afirmamos que es víctima de nuestros pecados. Esto es cierto en profundidad. Antes que nada Jesús fue víctima de la violencia que vive en nosotros, en todo ser humano, que sale a flote de nuestros corazones, cuando decidimos u obramos irresponsablemente . No es por ninguna las acciones llamadas pecado por los especialistas en religión.
¡Jesús en la cruz pone nuestro «yo violento» en nuestra cara!
2. Una historia de amor
Pero si es cierto que la historia de la pasión es una epifanía de violencia, también es cierto que es un testimonio de cómo Jesús vivió esta violencia, por lo tanto, es una manifestación de amor.
Es lo que la pasión según Juan testifica: que Jesús Jesús este sufrimiento injusto con una actitud particular, novedosa y eficaz.
Veamos.
Desde su captura en Getsemaní, Jesús aparece como alguien que entra en la pasión con una libertad soberana. Él va a pasar la noche al otro lado del torrente Cedron, ese lugar que Judas conocía como el lugar donde Jesús se reunía con su comunidad discipular (Jn 18, 1-2). Sin escape, sin intento de escapar de la traición, captura, cuando ese grupo armado llega para llevarlo, Jesús responde libremente: ‘Egó eimi’, ‘Yo soy’ (Jn 18,6.8). Enseguida prohíbe la resistencia armada de Pedro, asume la copa que el Padre le da y pide dejar ir a sus discípulos, porque el pastor da la vida por sus ovejas (Jn 18, 11-12).
Este el primer acto de libertad soberana de Jesús en la pasión. Ante la violencia, pronuncia un no: ‘¡Vuelve a colocar la espada en su vaina!’ (Jn 18, 11)), porque solo así se puede comenzar a romper la cadena de violencia de la que el hombre es capaz.
A partir de ahí Jesús, cuando es arrastrado ante el sumo sacerdote, nuevamente con soberana libertad proclama: ‘He hablado libremente al mundo (egò parresía leláleka tô kósmo), … No he dicho nada en secreto … Pregúntale a mis oyentes’ (Jn 18,20 -21).
¡Qué libertad! ¡Qué postura la de Jesús ante la calumnia! Ante la violencia, Jesús permanece en pie, cuestionando la violencia que se ejerce sobre él: ‘Si he hablado mal, muéstrame dónde está el mal. Pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?’ (Jn 18,23). Jesús no se venga, no se defiende, pero también encara.
Y finalmente, ante Pilato, Jesús tiene el coraje de decir lo indescriptible: ‘Mi reino no es de este mundo, si lo fuera, recurriría a la violencia … Pero yo soy el rey, para eso nací y para eso vine al mundo, esta es mi misión: dar testimonio de la verdad, de la Palabra de Dios’ (Jn 18, 36-38).
Jesús le dice a Pilato: ‘Soy un rey, pero no como tú, no un rey como lo somos en este mundo. Vine al mundo para resistir la mentira, la madre de toda violencia, y para ser testigo de la Palabra de Dios’. Toda corrupción se esconde en una mentira.
Pero junto con esta libertad soberana de Jesús, el cuarto evangelio del discípulo apasionado, narra su amor.
Al comienzo de la pasión se dijo: ‘Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el final, hasta el extremo’ (Jn 13, 1).
Este amor de Jesús brilla a través de toda la pasión: es el amor por su Padre, Dios, a quien quiere amar, incluso a costa de la muerte y de la violencia humana que se ejerce sobre él (‘Que el mundo sepa que amo al Padre’, Jn 14,31). Es también amor por los hermanos y por la humanidad.
Es por eso que Jesús absorbe la violencia, la toma sobre sí mismo, no la hace rebotar con venganza o defensa simétrica contra el delito, sino con silencio y sobre todo como bien dic la carta la los Hebreos, en el pasaje que leemos en la segunda lectura de hoy: con ‘temor reverente’ o ‘piedad filial’ (en griego ‘eulábeia’, Hb 5,7; 12,28).
Jesús afronta la violencia sin huir de ella y con mansedumbre activa movida por un amor extremo.
Según los otros evangelios, en la Cruz le gritan: ‘El que había salvado a otros, no se salva a sí mismo’ (Mc 15, 31). Pero Jesús elige perderse a sí mismo para salvar a otros.
Así es como Jesús enfrentó la violencia.
Y cuando exclamó: ‘¡Está cumplido!’ (Jn 19,30), deja entender que su ‘eulabeia’ (actitud reverente, en el sentido de piedad filial y obediente) se vivió hasta el final, hasta la plenitud. Ahora no tiene nada más que hacer que entregar que su Espíritu.
En fin…
En un marco de violencia, para Juan la pasión convierte las eventualidades negativas en una epifanía de la gloria de Jesús: ¡Del dolor al amor de Jesús, del sufrimiento ignominioso a la gloria del amor!
Fue así como Jesús venció el mal de la violencia que los hombres descargaron incluso sobre su cuerpo exánime (Jn 19, 31-34). En cada toque de violencia, siempre una nueva manifestación de Dios. Así, contemporáneamente, rompe la cadena de la violencia del hombre contra el hombre en la historia.
La pasión según Juan es, por lo tanto, para nosotros una epifanía de la violencia del hombre contra el hombre, pero también la redención de la violencia por medio de la obediencia filial y, por lo tanto, también una epifanía de ‘agápe’, de amor.
El pasaje de la Carta a los Hebreos que también se lee hoy en la liturgia de este viernes santo dice: ‘En los días de su vida mortal [de su carne] ofreció oraciones y súplicas, con fuertes gritos y lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte y, por su actitud reverente [eulábeia] fue escuchado’ (Hb 5,7).
Con esta ‘conocimiento’, que es un conocimiento excesivo que nos llega como un regalo de Dios por medio de su Palabra, contemplamos al Crucificado y veneramos su cruz como un instrumento de la manifestación más extraordinaria y eficaz.